domingo, 15 de noviembre de 2020

90 años del Aeri de Montserrat (1930-2020)


Se cumplen nueve décadas de la entrada en servicio del "Aeri" de Montserrat, el primer teleférico de España y el más antiguo en funcionamiento. Para conocer los orígenes de este sistema de transporte deberíamos remontarnos a los años veinte del pasado siglo, cuando un grupo de empresarios liderados por Josep Marsans i Claramunt, tras observar el avance de las obras de construcción del tramo entre Martorell y Manresa de la Compañía General de los Ferrocarriles Catalanes, propusieron la creación de un sistema de transporte rápido y seguro para acceder al Monasterio de Montserrat enlazando con el ferrocarril. Por este motivo se elaboró un proyecto donde se eligió como modalidad el teleférico o funicular aéreo por resultar más económico, práctico y novedoso. El 29 de octubre de 1922 entró en servicio el tramo ferroviario Martorell-Monistrol de Montserrat y el 22 de agosto de 1924 se completó hasta Manresa, con lo cual ya se podía viajar hasta  y desde Barcelona. A todo ello el 27 de mayo de 1926 se abrió el ramal hasta la plaza de España (clausurándose a cambio la estación de Magoria) facilitando el enlace con el metro (Transversal).


En 1926 se ejecutó el proyecto inicial del teleférico, encargado al ingeniero Ricardo López en colaboración con la empresa alemana Adolf Bleichert & Co, con sede en Leipzig, la firma de ingeniería más prestigiosa en este tipo de instalaciones con su sistema Bleichert-Zuegg. Se encargaron de los planos, los cables y la maquinaria, así como del montaje. El ingeniero jefe fue Frederick Gründell Krause, responsable de la construcción del transbordador aéreo de Miramar a la playa de San Sebastián de Barcelona que se inauguraría en 1931. De las instalaciones eléctricas se encargó Siemens-Schuckert Industria Eléctrica, S.A. de Barcelona. Los trabajaos de contrata los realizaron contratistas barceloneses. El proyecto inicial incluía dos apeaderos intermedios que jamás llegaron a construirse, uno en la torre situada justo al lado del camino de la Santa Cova y el otro junto a la carretera que actualmente enlaza Olesa de Montserrat y Monistrol.


En junio de 1928 se otorgó a Josep Marsans i Claramunt la concesión del teleférico como ferrocarril secundario por Real Orden. El 8 de octubre siguiente se iniciaron las obras de construcción, cuyo contratista principal fue la empresa de Estanislau Llobet Ferran. Para ello se procuró hacer uso máximo de materiales de construcción nacionales. El 29 de diciembre siguiente se constituyó en Barcelona ante el notario Cruz Usatorre y Gracia la sociedad Funicular Aéreo de Montserrat, S.A. encargada de explotar el teleférico, con un capital social de 2.000.000 de pesetas repartidos en 20.000 acciones de 100 pesetas nominales cada una. El financiero Josep Valls i Farrés fue decisivo en su aportación para hacer realidad el nuevo sistema de transporte. A lo largo de 1929 se realizaron diversas gestiones con la Compañía General de los Ferrocarriles Catalanes para acordar la construcción de un apeadero de la línea Barcelona-Manresa justo al lado de la estación inferior del teleférico de Montserrat para facilitar el transbordo. Los acuerdos llegaron a buen puerto.
A pesar de las dificultades de construcción el 23 de diciembre del mismo 1929 se terminaron las obras y procedió a ensayar pruebas de funcionamiento sin pasajeros, las cuales fueron satisfactorios. Finalmente, el 17 de mayo de 1930 el teleférico se abrió al público, previa bendición del entonces abad de Montserrat Antoni Maria Marcet i Poal y la asistencia de las principales autoridades. Desde su puesta en servicio y a lo largo de todo aquel año el funcionó plenamente con muy buen éxito de público que optó por usarlo y vivir la experiencia.


La estación inferior se ubicó al lado del apeadero "Montserrat-Aéreo" de los Ferrocarriles Catalanes, el cual abrió también el día de la inauguración del nuevo teleférico. La estación superior se erigió sobre un peñasco saliente de la montaña junto a la vía del tren cremallera Monistrol-Monasterio de Montserrat, muy cerca de la estación terminal y junto al camino de la Santa Cova. Ambas eran de diseño completamente funcional. La nueva línea tenía un recorrido horizontal de 1.350 metros, un recorrido vertical de 1.243 metros y una pendiente media de 45º. Los cables portadores tenían dos torres de hormigón armado fundamentados en unos espolones de la montaña. Desde el río Llobregat hasta la primera torre distanciaban 900 metros, de la primera a la segunda torre 300 metros y la de la segunda torre a la estación superior 200 metros. Superaba un desnivel de 544 metros entre la estación inferior (a 139 metros) y la superior (a 683 metros). La infraestructura disponía de cuatro cables: dos portadores de 59 Mm de diámetro con dos cables de tensión de 75 Mm de diámetro; uno tractor de 27 Mm de diámetro; uno contratractor de 21 Mm de diámetro con un cable de tensión de 38 Mm de diámetro; y uno auxiliar de 22 Mm de diámetro con un cable de tensión de 38 Mm de diámetro.


También dotaba de cuatro contrapesos: dos de los cables de tensión de los portadores, de 50.000 Kg. cada uno; uno del cable de tensión del cable contratractor de 7.600 Kg.; y uno del cable de tensión del cable de socorro formado por dos bloques independientes de 5.000 Kg. cada uno. El material móvil lo formaban dos cabinas dodecaédricas con dos puertas manuales de acceso con cerradura de seguridad y diez ventanas, habiendo en su interior ocho asientos y capacidad para 27 pasajeros de pie más un operario. Viajar de Barcelona a Montserrat duraba 70 minutos. El billete de ida y vuelta costaba 8,75 pesetas y se podía adquirir en la estación de "Plaza España" de los Ferrocarriles Catalanes y en las estaciones de "España", "Universidad" y "Cataluña" del metro Transversal. Había de tres a cinco trenes diarios desde Barcelona y cinco trenes desde el apeadero de "Montserrat-Aéreo". El tiempo de viaje en el teleférico era de 9 minutos y cada cabina admitía un máximo de 25 pasajeros. Para romerías y agrupaciones había precios especiales.


El 5 de julio de 1931 se abrió al público el nuevo puente sobre el río Llobregat, una infraestructura metálica de jácena sujetada mediante dos puntales de piedra que facilitó el acceso desde la carretera e Collbató a Manresa hasta la estación inferior del teleférico. Durante los años treinta los almacenes Jorba de Barcelona y Manresa obsequiaban a sus clientes en función de la cuantía de sus compras con viajes gratis al Monasterio de Montserrat con los Ferrocarriles Catalanes y el teleférico, incluida una comida en el hotel. En 1932 la sociedad aumentó su capital social llegando a 3.000.000 de pesetas y efectuó una mejora de la oferta reduciendo el tiempo de viaje a 7 minutos y aumentando la capacidad de cada cabina a 35 pasajeros.
Tras estallar la Guerra Civil el teleférico fue colectivizado para pasar a formar parte de la Red Ferroviaria del Estado. A lo largo de esta etapa, el servicio quedó limitado a transportar personas que se desplazaban hasta el hospital que se había instalado en el Monasterio de Montserrat, cuya actividad religiosa había quedado suspendida.


En enero de 1939, las tropas republicanas en retirada procedieron a la voladura de la estación inferior del teleférico, destrozando maquinarias e instalaciones (rompiendo especialmente uno de los cables carriles y la cabina que sostenía) y del puente sobre el río Llobregat, hundiéndose casi en su totalidad. Fue entonces cuando el servicio del teleférico se suspendió. Durante la postguerra la empresa  se vio obligada a superar constantemente las dificultades presentadas. La tarea fue compleja, sobretodo ante la falta de recambios originales que no se pudieron adquirir de Alemania debido a su participación en la Segunda Guerra Mundial. Por ese motivo algunos aparatos se tuvieron que fabricar con la ayuda de la Comisión de la Armada para el Salvamento de Buques y la sociedad Ferrocarril Aéreo de San Sebastián-Miramar, S.A. que cedió una cabina del transbordador aéreo de Barcelona al ser del mismo constructor y de casi idénticas características. Los trabajos de reconstrucción permitieron reiniciar el servicio al público el 1 de julio de 1940. Para sufragar los costes la sociedad explotadora se vio obligada a ampliar su capital. Ramon Soler, propietario del teleférico de Sant Jeroni, compró el 51% de las acciones.


El 27 de abril de 1947 el Monasterio de Montserrat celebró el acto de Entronización de la Virgen de Monserrat con la participación de unas 100.000 personas. Ello se tradujo en un uso excepcionalmente masivo del teleférico como sistema de desplazamiento.
En 1949, tras tres años de trabajos se restituyó nuevamente el puente sobre el río Llobregat. Se habían aprovechado los puntales de piedra para sujetar la nueva estructura formada por tres grandes arcos de hormigón que sustituyeron las jácenas metálicas. El entonces abad de Montserrat Aureli Maria Escarré i Jané se encargó de bendecirlo.
En 1950 se hizo una gran inversión en tecnología y maquinaria para aumentar la velocidad del teleférico. La nueva maquinaria es la que ha llegado hasta nuestros días y consta de un motor eléctrico de 84 CV de potencia y 730 rpm que hace funcionar la máquina principal y avanzar las cabinas a una velocidad de 5 m/s, reduciendo el tiempo de viaje de 7 a 5 minutos. Un motor eléctrico de 38 CV de potencia y 725 rpm que hace funcionar la máquina auxiliar permite avanzar las cabinas a 2 m/s. Ambas máquinas son totalmente independientes. En caso de falta de suministro eléctrico dos grupos electrógenos con motores diesel de 130 CV y 205 CV se conectan a las barras generales del edificio, pudiendo alimentar toda la maquinaria.


El 12 de mayo de 1957, tras un grave accidente, el cremallera de Montserrat fue clausurado, de modo que el teleférico se convirtió en el único sistema de transporte de acceso al Monasterio. Desde entonces experimentó un aumento de pasajeros al incorporar a los asiduos al antiguo cremallera.
A partir de los años sesenta, año tras año se mejoraron los edificios de las estaciones y los accesos y se incrementó la publicidad dirigida tanto al público local como extranjero.
El 7 de noviembre de 1982 el teleférico volvió a experimentar un uso masivo de miles de pasajeros con motivo de la visita al Monasterio de Montserrat de S.S. Papa Juan Pablo II.
En 1983 el ingeniero Frederick Gründell Krause, padre de los teleféricos de Barcelona y Montserrat, falleció a los 81 años de edad tras una larga enfermedad y haber quedado en el olvido.
El teleférico también fue utilizado en situaciones de emergencia como la producida en 1986 cuando se evacuaron a los monjes del Monasterio a causa de un grave incendio provocado que se declaró en la montaña en verano.


El 11 de junio de 2003 Ferrocarrils de la Generalitat de Catalunya (FGC) reinauguró el cremallera de Montserrat, convirtiéndose en un medio de transporte complementario y alternativo de acceso al Monasterio. Ello no perjudicó especialmente la rentabilidad al teleférico, pues de hecho se promocionó y recomendó a los visitantes que usaran ambos sistemas de transporte, uno para la ida y el otro para la vuelta. En ese mismo año se empezó a vender el billete "Tot Montserrat" que permite efectuar el viaje de ida y vuelta en metro hasta "Espanya", en los FGC de Barcelona hasta Monistrol de Montserrat, en el cremallera y en el teleférico, además de poder usar ilimitadamente los funiculares de Sant Joan y de la Santa Cova, visitar el museo y comer en el restaurante autoservicio.
En diciembre de 2008 el teleférico también sirvió para evacuar a 1.500 personas que se encontraban en el Monasterio de Montserrat cuando se produjo un desprendimiento de rocas que cortaron los accesos por carretera a la montaña.


Durante estos últimos años el teleférico ha gozado de numeroso público, pues el Monasterio de Montserrat como icono de Cataluña y referente mundial continua siendo un lugar de interés de primer orden. A ello debe sumarse el fomento del llamado turismo religioso y de peregrinación que atrae a este perfil de visitantes tanto nacionales como extranjeros. La compañía FGC también ha sido decisiva en las mejoras introducidas durante estos últimos 25 años en la línea del Llobregat-Anoia aumentando la oferta de trenes con frecuencias de 30 minutos entre Barcelona y Manresa, con paradas en "Aeri de Montserrat" (enlazando con el teleférico) y "Monistrol de Montserrat" (enlazando con el cremallera). Actualmente constituye un transporte singular de ocio e interés turístico, además de constituir un servicio de pasajeros para acceder cómodamente a la montaña sagrada. Completamente rehabilitado tanto las cabinas como la maquinaria y las estaciones se mantienen en perfecto estado de conservación y bajo las mayores garantías de seguridad gracias a un equipo formado por 15 empleados cuya filosofía de trabajo es hospitalidad, ofrecer buen servicio e introducir mejoras constantes.


Fotos: AFB, Bernat Borràs Pujol (www.trenscat.cat), Grupo de Facebook Aeri de Montserrat, Fons Sagarra, Louis Rivard, Ripol O.S.B., Soberanas, www.aeridemontserrat.com, www.totmontserrat.cat.

Referencias: Hemeroteca de La Vanguardia, http://esgarrapacrestes.blogspot.com, Revista "La energía eléctrica" (nº19, 10/10/1930), www.aeridemontserrat.com, www.totmontserrat.cat.

martes, 3 de noviembre de 2020

Barcelona y las castañeras


Llegado el otoño las paradas de castañas y moniatos hacen su presencia por las calles y plazas de Barcelona. Mantienen su presencia entre septiembre y marzo. La docena de castañas vale 4 euros adía de hoy. En la actualidad son pocas las que han sobrevivido, pero afortunadamente esta reminiscencia folclórica se mantiene viva gracias a quienes se han aventurado a hacer perdurar este entrañable negocio y, sobretodo, gracias a quienes mantienen viva la llama de la tradición y hacen cola para comprar los clásicos cucuruchos de castañas cocidas al carbón.
El consumo de castañas en la ciudad de Barcelona es bastante antiguo, debiéndonos remontar hasta la época medieval, cuando se asoció con el día de los Fieles Difuntos. Una versión de su origen nos cuenta que para recordar la necesidad de rezar por los difuntos, durante la noche se tocaban las campanas de las parroquias y conventos. Ello suponía un gran esfuerzo para el campanero, el cual reponía fuerzas comiendo castañas, el fruto más abundante de otoño. Como el número de campanarios era elevado en aquellos tiempos al campanero se le añadían las personas y familiares más allegados, los cuales echaban una mano y acababan todos comiendo castañas. Fue a partir de entonces que se tomó como una tradición popular. Otro origen relata que antes de celebrar la citada festividad las familias se reunían para velar a sus muertos y que para aguantar se aprovisionaban de los primeros frutos del otoño, entre ellos las castañas y los moniatos, los cuales se acompañaban con vino dulce. Probablemente ambas historias son idénticamente ciertas.


Antiguamente en el ámbito familiar comer castañas tenía un sentido religioso, simbólico, de comunión con las almas de los difuntos. Mientras se asaban se rezaban las tres partes del rosario por los difuntos de la familia a los que, además, se les ponía un plato en la mesa por si acaso se hallaban en el purgatorio, ya que en esa noche las almas tenían permiso para hacer una visita a sus parientes. Incluso hasta les preparaban la cama por si les venía bien descansar un rato antes de partir nuevamente a la eternidad. Particularmente en Barcelona a los niños se les hacía rezar un padrenuestro por cada castaña que se comían. De lo contrario, si no cumplían con su promesa, se les decía que cuando fuesen a dormir los espíritus irían a asustarlos tirándoles de las orejas tantas veces como castañas comidas.
Paralelamente a la venta de castañas en los mercados públicos en la Festividad de Todos los Santos se hacían rifas de cestas, en las cuales, entre los alimentos de temporada, se incluían castañas. Ello fue de algún modo un precedente de las cestas navideñas.
El siglo XVIII es el momento en el que surgieron las primeras castañeras, según relatan la gran mayoría de fuentes históricas. Inicialmente empezaron como vendedoras de castañas ambulantes que se instalaban al lado de las iglesias y cerca de los cementerios parroquiales, pues era habitual que quienes habían perdido a algún familiar les compraran castañas. Otro emplazamiento habitual era a lo largo de la avenida del Portal de l'Àngel, cuya salida extramuros llevaba al llamado cementerio de los apestados. Las castañas se vendían crudas, si bien tiempo después ellas se encargarían de cocerlas y venderlas cocidas al público.


A lo largo del mismo siglo las castañeras ambulantes empezaron también a distribuirse por las calles y plazas de la ciudad amurallada. Fue entonces cuando la sociedad barcelonesa empezó a familiarizarse con la imagen típica de la vendedora anciana, vestida con ropa pobre de abrigar de color negro y un pañuelo en la cabeza. Antiguamente vestían faldas anchas y forradas con delantal de cáñamo y lana, incluso una capucha blanca que les llegaba más abajo de media falda, atada al cuello y en la cintura. Trabajaban sentadas frente a unos fogones de barro similares a una copa donde cocían las castañas con carbón vegetal. El espeso humo que de allí manaba ennegrecía sus capuchas y les daban ese tono tan especial. Popularmente las castañeras fueron llamadas "mussoles" porque, según el dicho, su aspecto recordaba al de los búhos. Las castañas eran tostadas con una paella de hierro agujereada porque así la llama de los fogones llegaba más fácilmente. Una vez cocidas se conservaban calientes mediante unos ponederos hechos con sacos viejos. Cuando oscurecía alumbraban la parada con una lámpara de aceite, y para prevenirse del viento usaban un biombo. A partir de 1775, con la inauguración del cementerio del Poblenou, el primero erigido fuera de las murallas de Barcelona, los puestos de venta se ubicaron también en el Portal de Don Carles y a lo largo de la carretera al cementerio (actual avenida de Icària) para facilitar la venta a los familiares que se dirigían al camposanto. En 1800 se contabilizaron unas 200 castañeras solamente en la antigua ciudad amurallada.


Durante el siglo XIX la antigua tradición familiar de ofrecer un plato de comida y preparar la cama al difunto desapareció. Aunque en 1839 se dictó una ordenanza municipal que prohibió a las castañeras cocer las castañas en plena calle la cual decía, textualmente “Las castañeras no podrán tostar castañas en ‘las calles, plazas y demás parajes públicos, bajo la pena de ocho reales", afortunadamente dicha normativa nunca llegaría a cumplirse. Tiempo después el Ayuntamiento de Barcelona impuso un canon, con lo cual también se negaron a satisfacer. Se dice que las castañeras de la Barceloneta fueron las más combativas. Sin embargo, nada pudieron hacer y ello obligó a encarecer el precio del producto, entonces a un cuarto (es decir, quince céntimos de peseta) ocho castañas, de modo que a ese precio se ofrecían siete. En 1860 se regularizó la presencia de castañeras en la vía pública mediante concesión municipal, otorgándose hasta 125 paradas. En 1883, con la inauguración del nuevo cementerio de Montjuïc, las castañeras encontraron nuevo espacio donde ubicarse durante la festividad de Todos los Santos para atender la demanda del público que iba a homenajear a sus queridos seres ya difuntos. A finales de dicho siglo las viejas copas o fogones de barro fueron sustituidos por nuevas tostadoras metálicas, de aspecto redondo, en forma de ollas y base trípode que incluían una parte inferior donde se depositaba el carbón vegetal (con puertecilla para meter el combustible y encender el fuego), más una parte superior donde se ubicaba la parrilla para tostar las castañas y moniatos.


A partir de 1920, cuando el mercado del Born se convirtió en el centro mayorista de frutas y verduras de Barcelona, las castañeras acudían allí a adquirir las castañas y moniatos para abastecerse del stock suficiente. Debe tenerse en cuenta que no todo el producto se vendía, pues una parte se tenía que desechar porque estaba en mal estado o bien se pudría. En 1930 se llegaron a contabilizar hasta 125 paradas de castañeras por toda Barcelona. Durante los años 30 no era nada extraño observar en el casco antiguo de la ciudad a diputados autonómicos y a concejales municipales ir a comprar castañas y mantener conversaciones con las vendedoras. Sin embargo, ya en aquellos años la demanda de paradas empezó a descender. Así, de 1.320.000 kilos de castañas vendidas en 1933 se pasaron a 786.186 kilos en 1934.
El estallido de la Guerra Civil supuso un paréntesis tanto por el aumento del precio de las castañas y moniatos a medida que las provisiones iban escaseando como por el peligro que suponía una parada en la calle teniendo en cuenta que la ciudad sufría los bombardeos. Ya en la postguerra a partir de 1940 las paradas reaparecieron por las calles barcelonesas e incluso las mismas castañeras llegaron a solidarizarse con la gente más necesitada haciendo donaciones de castañas a la Casa de la Caridad y a los comedores del Auxilio Social, entre otros lugares. Durante esos años de tanta escasez y precariedad, las castañeras tenían que acudir al Sindicato de Frutas y Hortalizas (en Via Laietana, 32) donde, mediante la presentación del documento que acreditaba su oficio, podían adquirir el stock correspondiente de castañas y moniatos, una cantidad regulada por el racionamiento.


Durante los años 50 la situación mejoró procediendo a una renovación de las viejas y destartaladas casetas de madera que ofrecían un aspecto más pulcro, pero no menos entrañable, a la vez que permitían resguardar del frío a las vendedoras. Además de castañas y moniatos, también se vendían manzanas asadas, pipas y caramelos, una ligera diversificación que contribuyó a rentabilizar el negocio. A ello decir que la presencia de hombres, es decir, de castañeros, fue aumentando. Generalmente eran los maridos de las castañeras o algún familiar que ayudaba a la cocción y venta de la ganancia. En cuanto a las castañeras, fueron abandonando sus tradicionales vestiduras negras por otras más convencionales y más acordes a los nuevos tiempos.
A principios de los años 60 las castañeras vendían más de 6.000 kilos de castañas asadas. La docena valía entonces una peseta. A partir de 1972, tras el cierre del mercado del Born, las castañas y moniatos pasaron a adquirirse en el nuevo centro alimentario municipal Mercabarna, en la Zona Franca.
Mérito tuvieron las castañeras de antaño de haber resistido tanto guerras como distintas formas de gobierno. Aún así, las últimas décadas del siglo XX pusieron de relieve una pérdida progresiva del viejo oficio ante la falta de gente más joven la cual buscaba otras oportunidades laborales. El número de paradas fue disminuyendo y el Ayuntamiento de Barcelona otorgaba menos licencias. A ello se sumaban las dificultades económicas de un negocio cada vez menos rentable. Durante los años 80 y 90 quienes se aventuraban a abrir una caseta de castañas debían invertir alrededor de 100.000 pesetas por temporada, además de pagar el impuesto municipal, la electricidad,  la licencia fiscal, el montaje de la caseta y el almacenamiento del producto, entre otras cosas. En 1989 una docena de castañas costaba 125 pesetas.


Llegados al nuevo siglo XXI las paradas de castañeras, a pesar del descenso del número de licencias y del incremento de las tasas, han sobrevivido como un anacronismo a la modernidad de la ciudad, a los cambios de valores y de pautas de comportamiento, a las nuevos hábitos de consumo e incluso a la incorporación de la festividad de Halloween. Aunque nunca ha sido oficio de gente joven, algunos de ellos han decidido tomar el relevo de sus padres y abuelos sensibilizados en mantener viva la tradición, e incluso colectivos inmigrantes también se han sumado como forma de subsistencia temporal. Pero ello no hubiese sido posible sin la existencia de un público barcelonés fiel que se opone a su desaparición y hace frente a la globalización en unos tiempos donde todo cambia tan rápido.
Actualmente en este 2020 son 36 las paradas de castañas y moniatos otorgadas y repartidas por toda la ciudad de Barcelona, siendo la tendencia de estos últimos años la presencia de entre 20 y 30 puestos de promedio. Sin embargo, el presente año, debido a la crisis sanitaria, debe contabilizarse como excepcional aunque la cifra se puede considerar positiva. Las largas colas de personas en busca de un cucurucho de castañas recién sacadas de las brasas no han faltado, especialmente en los albores de Todos los Santos y los Fieles Difuntos. Apelando al optimismo es un deseo encomiable que la tradición de las castañeras perdure en el futuro no solo como un vestigio folclórico y cultural, sino también como un servicio a las personas.


Fotos: Agustí Mas, Arxiu Fotogràfic de Barcelona, Barcelona Cultura Popular, Frederic Bordas, La Vanguardia, Pérez de Rozas, Ricard Fernández Valentí.