El pasado domingo día 25 de septiembre se celebró la última corrida de toros en la plaza Monumental de Barcelona. Tras 97 años de historia, este coso, el único de estilo modernista del mundo y que fue el preferido de Manolete ha cerrado sus puertas. El mundo de la tauromaquia desaparece definitivamente de las tierras catalanas, o tal vez regrese de nuevo. Pase lo que pase, es nuestra sociedad quien determinará ese destino final, pues son muchas las voces que han creído mejor que la llamada fiesta nacional, en vez de prohibirla por ley, sencillamente hubiese sido mejor dejarla morir por causas naturales debido a la escasez de público, como sucedió con las antiguas salas de cine de barrio. Sin embargo, de haberse dado esa opción, Cataluña tampoco se hubiese librado de críticas y nos hubiesen acusado de desinteresados por lo español. Fuera como fuera, estábamos igualmente destinados a recibir el garrotazo.
Recuerdo durante mi infancia haber ido algunas veces acompañado de mi padre los domingos por la tarde a la plaza de toros Monumental para ver las corridas. Tenía tal vez 12 o 14 años de edad. Como era un espectáculo que nunca había visto en vivo y en directo no negaré que sentía cierta emoción y curiosidad para asistir. Cogíamos el autobús de la desaparecida línea 18 en la plaza del Congrés Eucarístic y en unos 15 minutos llegábamos a la plaza de toros. Si bien el exterior de la edificación me parecía bonito y arquitectónicamente artístico, el interior era en cambio bastante sencillo y funcional, con tres plantas muy grises poco iluminadas de pasillo circular y varias escaleras de acceso. Solíamos sentarnos en la segunda gradería correspondiente a la zona de sol, a la izquierda del palco principal de autoridades, de manera que teníamos buena visibilidad. Era aproximadamente mediados de la década de 1980, y las pocas veces que acudí recuerdo haber visto un aforo lleno y un ambiente tranquilo pero a la vez alegre de un público dispuesto a animar a los toreros con un perfil mayoritariamente de mediana edad y jubilados, poca juventud y la presencia de pequeños grupos de turistas. En una tarde solían torear tres toreros con todos los elementos típicos de una corrida que no hace falta explicar. Nunca vi incidentes graves, salvo una pequeña cogida de nula gravedad que no impidió al torero terminar su faena con éxito. La última vez que acudí a ver una corrida todavía recuerdo la voz de una mujer del público decir “pobre animal” cuando el toro, ya herido y cansado, estaba a punto de recibir la estocada letal. Al finalizar las corridas, antes de marchar de la plaza, mi padre y yo bajábamos hasta la planta baja del coso y observábamos como en uno de los corrales despedazaban a los toros muertos como si se tratara de un matadero. Incluso algunas personas se llevaban trozos de carne de toro envueltos en papel de periódico para su consumo y lo enseñaban muy alegremente como si de un trofeo se tratara. Mi padre también había ido solo en diversas ocasiones para aprovechar las entradas que le habían regalado para asistir, incluso una vez que toreó el malogrado Francisco Rivera “Paquirri” en la Monumental mi padre explicó que llegó a tener una pequeña conversación con él. Lamenté que casualmente aquél día no pude ir. Precisamente esto sucedió en el mismo año 1984 en que el diestro murió, unos pocos meses antes.
Entonces yo era muy joven e ignoraba muchas cosas de la vida y del mundo, de modo que acerca de determinados temas políticos o morales yo no me planteaba absolutamente nada. Admito que me gustaba ir a ver corridas de toros porque no era algo que hiciese habitualmente y para mí se trataba de un entretenimiento diferente a los que solía hacer un domingo por la tarde, como ir al cine, ir al fútbol o quedarme en casa a jugar. Yo no relacionaba la tauromaquia con los conflictos identitarios, sencillamente no lo pensaba porque tenía la cabeza llena de otras preocupaciones más propias de un adolescente. La única cosa por la que manifesté cierta sensibilidad y sentía discrepancias era acerca de la muerte del toro, porque no entendía los motivos por los cuales el animal tenía que morir.
Ahora que las corridas de toros han pasado a la historia, me quedaré con la satisfacción de poder explicar en el futuro a las nuevas generaciones que hubo una vez en Barcelona una cosa llamada tauromaquia y que yo fui testigo viviente de su existencia. Personalmente, y con todos mis respetos a quienes son aficionados, desde mi perspectiva de adulto confesaré que soy contrario a esta clase de espectáculos, aunque no negaré la cultura y el folklore que se ha formado alrededor de la llamada fiesta nacional. No creo que mi postura sea hipócrita porque a cambio defienda el sacrificio de animales para consumo alimentario, si bien me opongo a las recreaciones o a los abusos que pueda haber en los mataderos. Y no se trata de razones identitarias, pues también discrepo de los Correbous, el toro embolado, las peleas de gallos y otros espectáculos similares, como tampoco me gusta el boxeo, el Kick Boxing o las luchas de artes marciales y similares entre los humanos. Estamos ante un debate muy largo, muy controvertido y muy difícil de resolver y que solo la evolución de nuestra especie en los próximos años determinará el futuro de todas estas prácticas amparadas bajo el techo de la “cultura” y la “tradición”.