Empezado el reto de un nuevo año, dejamos atrás las fiestas más entrañables para regresar a la vida cotidiana, dispuestos a superar los tres primeros y largos meses de invierno. Pero antes de retomar mis artículos sobre transporte e historia local de Barcelona, quisiera hacer una reflexión personal acerca de la Navidad. Llámenme infantil, friki, loco o lo que ustedes deseen, pero yo siempre he adorado y disfrutado de esta festividad como un niño pequeño. Soy de los que todavía monta el árbol y el pesebre, toma las doce uvas y va a las cabalgatas de los Reyes Magos. Respeto a los que aborrecen esta fiesta y la rechazan porque se sienten solos, se entristecen o porque las fechas coinciden con la pérdida irreparable de seres queridos o el inevitable recuerdo de aquellos que ya no están entre nosotros. Puedo comprender los sentimientos y las circunstancias personales de cada uno, por lo que nada les discutiré.
Sin embargo, me llama la atención quienes afirman que la Navidad es únicamente consumismo e hipocresía, y a menudo publican en sus muros de Facebook que les gustaría irse a dormir el 23 de diciembre y no despertar hasta el 8 de enero. Yo desearía hacer exactamente todo lo contrario, es decir, irme a dormir el 8 de enero y no despertar hasta el 23 de diciembre. Todo es cuestión de puntos de vista, de la visión que se tiene del mundo y de la percepción hacia uno mismo. Por ello, discrepo amablemente de este enfoque. No negaré que, ciertamente, existe un montaje que fomenta el consumismo desenfrenado y los falsos sentimientos, especialmente en un mundo todo el año conflictivo que de pronto parece establecer una tregua y volverse "bueno", pero el fenómeno responde básicamente a una operación de marketing elaborada desde las esferas más altas, las principales interesadas en dirigirnos hacia donde ellos quieren.
La Navidad en los tiempos actuales y particularmente en los países desarrollados obviamente se puede criticar, pero ello no justificaría la pretensión de hacerla desaparecer como algunos querrían. Un servidor que antes ha afirmado adorar la fiesta, es también crítico, y concretamente lo soy con esa perversa globalización que sutilmente impone el modelo norteamericano de Papá Noel en detrimento de los Reyes Magos u otros personajes fantásticos. Grave error, pues cada país debería vivir la fiesta a su manera, en base a sus tradiciones, a su folklore, a su cultura y a sus creencias. El único Papá Noel que respeto es el de los países donde es tradición local, pues allá se respira su verdadero espíritu navideño hallándose completamente integrado culturalmente. Sin embargo, en España es un personaje alejado de nuestros valores, a menudo desconocido, colocado "en calzador" todo y ser universalmente la figura más icónica de la Navidad. Aun así, no se trata tanto de evitarlo ni mucho menos de prohibirlo porque vivimos en una sociedad multicultural y plural, sino de impedir imposiciones y suplantaciones. Es decir, la Navidad de Papá Noel debe convivir con la tradición navideña local pero nunca transformarla o destruirla para imponer la suya.
Ante una sociedad inclinada al estrés que genera la vida cotidiana, la Navidad resulta un bien (o un mal, según como se mire) necesario. Todas las civilizaciones y culturas necesitan una válvula de escape de la dura realidad, una evasión, algo que les haga soñar. Las festividades, además del componente cultural, se inventaron porque, entre otras razones, la gente necesita entretenerse, divertirse, pasarlo bien, olvidar las rutinas y adentrarse en algo que les haga sentirse importantes, aunque ello sea una fantasía o una mentira. Lo mismo sucede con la Navidad, que actualmente ha trascendido mucho más allá del componente religioso para ser algo cultural, acatado y celebrado tanto por creyentes como por agnósticos y ateos, porque todo y tratarse de una ilusión montada, las personas lo necesitan. ¿Os imagináis un mundo sin fiestas, ni tradiciones ni folklore solo porque su origen es religioso o se basa en mitos, leyendas o fantasías?
En relación al consumismo, una educación basada en el consumo responsable es la manera más adecuada de evitar caer en la compra compulsiva y en la adquisición de productos innecesarios. En una buena medida, comprando de manera equilibrada se genera felicidad y alegría para nuestros seres queridos que reciben el regalo, a la vez que se estimula la economía del sector comercio, estos últimos años muy castigado por la crisis económica y financiera. ¿Qué comerciante renunciaría a la temporada navideña cuando ello supone un aumento de clientes y, por consiguiente, de ingresos, a la vez que una oportunidad de oro para dar a conocer su comercio y sus productos?
Fuera de las vertientes negativas, no hemos de olvidar que la Navidad es, sobretodo, cultura. Basta con ver la arquitectura, la escultura, la pintura, la música, la literatura, el teatro, el folklore y la gastronomía, entre otras cosas, que a lo largo de los siglos ha generado. En el caso concreto de Barcelona, afortunadamente desde hace años se viene apostando por un modelo navideño que, conservando su identidad folklórica local, es abierto e integrador, respetuoso con toda clase de creencias y culturas a las que invita a participar. Durante esas fechas, la gran mayoría de asociaciones y entidades vecinales y culturales barcelonesas organizan talleres, fiestas, conciertos, teatro, exposiciones, pesebres vivientes, el Caga Tió, la entrega de cartas a los pajes reales y la recogida de juguetes por motivos solidarios. Existe, pues, una opción real de "escapar" del tópico consumista e hipócrita y disfrutar de nuevas experiencias enriquecedoras.
Lo mismo se puede decir de las cabalgatas de los Reyes Magos, una tradición que, a mi parecer, debería catalogarse como patrimonio inmaterial o intangible de Barcelona para evitar su desaparición. Esta rúa tiene un valor mucho más allá del religioso e integra incluso a no creyentes y a los colectivos de otras religiones y culturas, siendo prueba de ello la enorme implicación de voluntarios anónimos, empresas, comercios, asociaciones y entidades para llevarlas a cabo y deleitar con su magia tanto a niños como a adultos. Un servidor tuvo la oportunidad de desfilar en la cabalgata oficial como escolta de carroza, y ahí es cuando observas en vivo y en primera persona la felicidad del público, el rostro de sorpresa, ilusión e inocencia de los más pequeños, algo que no tiene precio y que quien no lo ha vivido no puede explicar. ¿Qué quedaría de nosotros si decidiésemos eliminar algo así?
Polémico fue el caso del instituto Garofani de Rozzano (Milán, Italia) que suspendió los actos navideños para no ofender a los musulmanes e integrar al 20% de alumnos de otras procedencias. Sucesos similares se dieron en Bruselas e incluso en Castellón. Esperemos que el sentido común impida en nuestro país la expansión de decisiones tan absurdas e irracionales que, además de vulnerar nuestra identidad, generan división e incluso racismo. Yo apuesto por conservar una fiesta entrañable como la Navidad que, por encima de todo, ni ofende a musulmanes ni a ninguna confesión, y que invita a implicar a las gentes de otras religiones y culturas en un clima de entendimiento y concordia, incluso a que éstos colectivos aporten todo lo bueno que tienen y la enriquezcan para garantizar su evolución y futuro.
Fotos: Ajuntament de Barcelona, Ricard Fernández Valentí, TimeOut.
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