Algunas personas tienen la mala costumbre de creerse mejores que las demás solo por mero hecho de posicionarse en unas ideas determinadas. Con ello me vengo a referir a aquellos que se creen en posesión de la fórmula única, exclusiva, verdadera e infalible de sentirse pertenecientes a la nación, rechazando y negando cualquier otro camino que no sea el suyo. Es decir, sostienen que para ser buen español, un verdadero español, y sentirse español de corazón y ser leal al país solo existe un único camino basado en el acatamiento forzoso de un concepto de estado determinado, el que ellos digan.
Esa postura extremadamente inflexible es lo que ha llevado traído a una parte de la población de algunas comunidades autónomas a forjar un sentimiento de rechazo a lo español y al crecimiento del independentismo, pues no hay que olvidar a quienes se declaran partidarios del secesionismo no siempre se debe a que sean antiespañoles sino porque se sienten impedidos de sentirse españoles a su propia manera. En Cataluña, por ejemplo, los gobiernos nacionalistas catalanes a menudo son acusados de repartir carnets de catalanidad, en tanto que quienes se declaran no nacionalistas o castellanohablantes sean tachados de “malos catalanes”. Como catalán afirmaré que esa no es la norma imperante ni mucho menos porque la convivencia entre ambas comunidades es lo más predominante (siempre salvo pequeñas excepciones), pero las minorías radicales que sí establecen el tópico hacen que me avergüence de mi propia tierra porque creo que todo el mundo tiene derecho a definir sus sentimientos territoriales y de pertenencia tal y como le salga del corazón, y no como dictamine un partido político. Sin embargo, ese mismo problema se viene dando a nivel estatal y resulta poco percibido o bien ignorado, pues no cabe la menor duda que también se reparten carnets de españolidad como si eso fuese algo normal. En definitiva, la españolidad tiene dos enemigos: quienes son separatistas y no quieren saber nada de España, y quienes imponen de qué modo debes de sentirte español y profesan amor patrio a la piel de toro estirada más que nadie en este mundo.
Definir qué es lo mejor para Cataluña es un dilema muy difícil y delicado. Como tarradellista no apoyaré la independencia, pero defenderé un mayor autogobierno y que el pueblo catalán pueda decir libremente de qué manera quiere pertenecer a España y sentirse española. Es decir, ni separatismo ni asimilación, o sea, ni independencia ni disolución. Abogo por un catalanismo posibilista que aspire a aquello que realmente es posible lograr y deje al margen cualquier utopía o lucha estéril que solo comportará un gran gasto económico para un resultado cuyo camino conducirá inexorablemente a un callejón sin salida y a una derrota asegurada. No merece la pena entrar en guerras perdidas.
En absoluto, las hostilidades recibidas por parte de la clase política, los medios de comunicación y de una parte de la sociedad española no son razones para clamar por la independencia. Al contrario, si por cada ataque hacia Cataluña reaccionamos con un sentimiento separatista, entonces ellos ganan y se llenan de razones, se reafirman y se fortalecen a costa de nuestra repudia hacia España. Todo ello no hace más que reforzar la falsa idea de que para ser y sentirse español hay que ser centralista, uniformista, anticatalanista y españolista como único camino para alcanzar el amor patrio de verdad. Sin embargo, queda claramente demostrado que no existe una única manera de ser y sentirse español, pues eso es lo que se ha infundado y que lamentablemente ha cuajado en determinados sectores sociales y políticos del país. Un claro ejemplo fue uno de los grandes políticos catalanes del siglo XX, Francesc Cambó, capaz de combinar elevados niveles de catalanidad y nacionalismo catalán con la posibilidad de ser leal al Estado español. No olvidemos que él fue uno de los primeros estadistas en reclamar el derecho del pueblo catalán a definir su propia españolidad sin que ésta fuese impuesta por Madrid. Su proyecto nacionalista de entendimiento con España tuvo enorme consideración hasta el punto que Cambó consiguió elevadas cotas de prestigio como político por todo el país, siendo bien recibido en todas y cada unas de las tierras de la Península. Su modelo se tomó como un ejemplo de referencia a imitar por parte de otras regiones. Era el llamado “fer pais” bien entendido. Solo tuvo en contra a los sectores anticatalanistas, especialmente concentrados en Madrid, en colectivos obreristas y en el Partido Radical de Alejandro Lerroux, padre de la mala y corrupta política moderna. Y a pesar de las hostilidades que tanto cita en sus memorias, Cambó se mostró firme y duro, claramente catalanista hasta el punto de plantear el derecho a la autodeterminación de Cataluña (aunque no era separatista) y participar activamente en la política española incluso ostentando el cargo de ministro de Fomento.
En conclusión, la mejor manera de combatir el anticatalanismo no sería a través del independentismo (con respeto a quienes así se declaran) sino todo lo contrario, mostrando simpatía y lealtad hacia España como la mejor manera de derruirlos. Se puede ser catalanista y a la vez ser y sentirse español, porque existen muchas maneras de definirse español o de ser leal al país. No hay cosa más dolorosa para un españolista anticatalanista que tener que admitir que alguien que es catalanista e incluso define Cataluña como una nación es capaz de ser y sentirse tan español como él, pudiendo combinar las dos cosas a la vez y hacerlas compatibles, como mucha gente lo ha hecho a lo largo de nuestra historia e incluso hoy día es capaz buena parte de la población catalana. Es su punto débil, allá donde realmente les hace daño. El mejor “gancho de boxeo” es, pues, demostrar que sí existen diferentes maneras de ser y sentirse español, y de participar y aportar en la vida española, tanto o mejor de lo que un españolista de la médula se cree. Y a la vez, no renunciar a la catalanidad y a un proyecto nacional de Cataluña que garantice autogobierno y un futuro basado en la cohesión, el hermanamiento, la conciliación y la concordia de toda su ciudadanía, formando parte de este gran equipo que somos esta compleja y heterogénea sociedad.
Es el ejemplo de Jean Valjean, el personaje de la novela romántica de Víctor Hugo “Les Misérables”, que a pesar de haber estado encarcelado diecinueve años por haber robado una simple barra de pan, finalmente sus nobles y sólidas convicciones morales le motivan a salvar a Javert, responsable de su cautiverio, de una muerte segura. Sin embargo, tal es el remordimiento y el dolor de Javert, incapaz de soportar la idea de haber sido salvado por la persona a la que él humilló y maltrató durante diecinueve años de su vida, decide suicidarse. Y yo, como catalán, sigo el ejemplo de Jean Valjean (y de Cambó), con la intención de ser fiel y sólido en mis convicciones, levantándome del suelo cada vez que reciba un puñetazo en forma de anticatalanada para seguir dando un paso hacia delante en mi largo y eterno camino de mi vida, e intentando mantenerme invulnerable contra todo Javert que me quiera criminalizar e imponer su carnet de españolidad.
Esa postura extremadamente inflexible es lo que ha llevado traído a una parte de la población de algunas comunidades autónomas a forjar un sentimiento de rechazo a lo español y al crecimiento del independentismo, pues no hay que olvidar a quienes se declaran partidarios del secesionismo no siempre se debe a que sean antiespañoles sino porque se sienten impedidos de sentirse españoles a su propia manera. En Cataluña, por ejemplo, los gobiernos nacionalistas catalanes a menudo son acusados de repartir carnets de catalanidad, en tanto que quienes se declaran no nacionalistas o castellanohablantes sean tachados de “malos catalanes”. Como catalán afirmaré que esa no es la norma imperante ni mucho menos porque la convivencia entre ambas comunidades es lo más predominante (siempre salvo pequeñas excepciones), pero las minorías radicales que sí establecen el tópico hacen que me avergüence de mi propia tierra porque creo que todo el mundo tiene derecho a definir sus sentimientos territoriales y de pertenencia tal y como le salga del corazón, y no como dictamine un partido político. Sin embargo, ese mismo problema se viene dando a nivel estatal y resulta poco percibido o bien ignorado, pues no cabe la menor duda que también se reparten carnets de españolidad como si eso fuese algo normal. En definitiva, la españolidad tiene dos enemigos: quienes son separatistas y no quieren saber nada de España, y quienes imponen de qué modo debes de sentirte español y profesan amor patrio a la piel de toro estirada más que nadie en este mundo.
Definir qué es lo mejor para Cataluña es un dilema muy difícil y delicado. Como tarradellista no apoyaré la independencia, pero defenderé un mayor autogobierno y que el pueblo catalán pueda decir libremente de qué manera quiere pertenecer a España y sentirse española. Es decir, ni separatismo ni asimilación, o sea, ni independencia ni disolución. Abogo por un catalanismo posibilista que aspire a aquello que realmente es posible lograr y deje al margen cualquier utopía o lucha estéril que solo comportará un gran gasto económico para un resultado cuyo camino conducirá inexorablemente a un callejón sin salida y a una derrota asegurada. No merece la pena entrar en guerras perdidas.
En absoluto, las hostilidades recibidas por parte de la clase política, los medios de comunicación y de una parte de la sociedad española no son razones para clamar por la independencia. Al contrario, si por cada ataque hacia Cataluña reaccionamos con un sentimiento separatista, entonces ellos ganan y se llenan de razones, se reafirman y se fortalecen a costa de nuestra repudia hacia España. Todo ello no hace más que reforzar la falsa idea de que para ser y sentirse español hay que ser centralista, uniformista, anticatalanista y españolista como único camino para alcanzar el amor patrio de verdad. Sin embargo, queda claramente demostrado que no existe una única manera de ser y sentirse español, pues eso es lo que se ha infundado y que lamentablemente ha cuajado en determinados sectores sociales y políticos del país. Un claro ejemplo fue uno de los grandes políticos catalanes del siglo XX, Francesc Cambó, capaz de combinar elevados niveles de catalanidad y nacionalismo catalán con la posibilidad de ser leal al Estado español. No olvidemos que él fue uno de los primeros estadistas en reclamar el derecho del pueblo catalán a definir su propia españolidad sin que ésta fuese impuesta por Madrid. Su proyecto nacionalista de entendimiento con España tuvo enorme consideración hasta el punto que Cambó consiguió elevadas cotas de prestigio como político por todo el país, siendo bien recibido en todas y cada unas de las tierras de la Península. Su modelo se tomó como un ejemplo de referencia a imitar por parte de otras regiones. Era el llamado “fer pais” bien entendido. Solo tuvo en contra a los sectores anticatalanistas, especialmente concentrados en Madrid, en colectivos obreristas y en el Partido Radical de Alejandro Lerroux, padre de la mala y corrupta política moderna. Y a pesar de las hostilidades que tanto cita en sus memorias, Cambó se mostró firme y duro, claramente catalanista hasta el punto de plantear el derecho a la autodeterminación de Cataluña (aunque no era separatista) y participar activamente en la política española incluso ostentando el cargo de ministro de Fomento.
En conclusión, la mejor manera de combatir el anticatalanismo no sería a través del independentismo (con respeto a quienes así se declaran) sino todo lo contrario, mostrando simpatía y lealtad hacia España como la mejor manera de derruirlos. Se puede ser catalanista y a la vez ser y sentirse español, porque existen muchas maneras de definirse español o de ser leal al país. No hay cosa más dolorosa para un españolista anticatalanista que tener que admitir que alguien que es catalanista e incluso define Cataluña como una nación es capaz de ser y sentirse tan español como él, pudiendo combinar las dos cosas a la vez y hacerlas compatibles, como mucha gente lo ha hecho a lo largo de nuestra historia e incluso hoy día es capaz buena parte de la población catalana. Es su punto débil, allá donde realmente les hace daño. El mejor “gancho de boxeo” es, pues, demostrar que sí existen diferentes maneras de ser y sentirse español, y de participar y aportar en la vida española, tanto o mejor de lo que un españolista de la médula se cree. Y a la vez, no renunciar a la catalanidad y a un proyecto nacional de Cataluña que garantice autogobierno y un futuro basado en la cohesión, el hermanamiento, la conciliación y la concordia de toda su ciudadanía, formando parte de este gran equipo que somos esta compleja y heterogénea sociedad.
Es el ejemplo de Jean Valjean, el personaje de la novela romántica de Víctor Hugo “Les Misérables”, que a pesar de haber estado encarcelado diecinueve años por haber robado una simple barra de pan, finalmente sus nobles y sólidas convicciones morales le motivan a salvar a Javert, responsable de su cautiverio, de una muerte segura. Sin embargo, tal es el remordimiento y el dolor de Javert, incapaz de soportar la idea de haber sido salvado por la persona a la que él humilló y maltrató durante diecinueve años de su vida, decide suicidarse. Y yo, como catalán, sigo el ejemplo de Jean Valjean (y de Cambó), con la intención de ser fiel y sólido en mis convicciones, levantándome del suelo cada vez que reciba un puñetazo en forma de anticatalanada para seguir dando un paso hacia delante en mi largo y eterno camino de mi vida, e intentando mantenerme invulnerable contra todo Javert que me quiera criminalizar e imponer su carnet de españolidad.
1 comentario:
El suyo es un buen punto de vista. Salut. Seu, Miquel
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