sábado, 14 de abril de 2012

TITANIC: cien años del hundimiento del siglo XIX


10 de abril de 1912: el trasatlántico más grande del mundo, el RMS Titanic, de la White Star Line, zarpa a las 12:15h de Southampton (Inglaterra) con destino a Nueva York. Transporta un total de 2.227 personas a bordo más 860 miembros de la tripulación.
14 de abril de 1912: la noche es estrellada y el mar está excepcionalmente tranquilo. A las 23:40h de la noche se intenta evitar el choque contra un iceberg, pero en la maniobra de esquivo el casco roza con el duro hielo y provoca seis brechas que sentencian el barco a un inexorable hundimiento.
15 de abril de 1912: después de dos horas y cuarenta minutos, el RMS Titanic se hunde para siempre en las profundidades del océano. En total, 1.500 personas perecieron por ahogamiento o hipotermia, salvándose mayormente mujeres y niños de 1ª y 2ª clase y muriendo el 75% de los pasajeros de 3ª clase.


Desde entonces, se forjó el mito de una tragedia y marcó el final real del siglo XIX al terminar con la hegemonía de un modelo socioeconómico antiguo. Fue el inicio del siglo XX dentro del siglo XX. Aunque otros hundimientos resultaron peores en cuanto a número de víctimas mortales se refiere, como por ejemplo el del Lusitania (1914) o el del Wilhelm Gustloff (1945), no son tan recordados y solamente el Titanic ha tenido tanta repercusión, porque supuso mucho más que un hundimiento, mucho más que un accidente marítimo, mucho más que una desgracia humana en medio del océano. El “insumergible” buque insignia de la White Star Line era la síntesis de un modelo de vida llamado a la desaparición al ir en desacorde con el progreso de la humanidad, agrupado en 269 metros de longitud y 46.328 toneladas. Obra de la prepotencia, la soberbia y la vanidad humana, los materiales de construcción no eran de calidad y los sistemas de seguridad resultaban insuficientes. Se proyectó en ese barco aspirar a la perfección, a la infalibilidad y a la superioridad por encima de todas las especies vivientes habidas y por haber. Mary W. Shelley ya advirtió en su magistral obra “Frankenstein” acerca de las consecuencias de jugar a ser Dios, pero acostumbramos a ser una especie animal que olvida fácilmente la memoria histórica y no aprende la lección, así que el “moderno Prometeo” no se tradujo en la vida artificial sino en un enorme engendro mecánico de aspecto elegante y distinguido.


Las diferencias sociales quedaban perfectamente reflejadas en los compartimentos de 1ª, 2ª y 3ª clase, es decir, de las clases más pudientes hasta las más populares. La gente rica era muy poderosa e influyente, quienes realmente dirigían el rumbo del país, formados por nobles (propietarios de grandes extensiones de tierra) y burgueses (dueños de las fábricas, grandes comerciantes y banqueros). Su viaje hacia Norteamérica se debía a la adquisición de nuevas tierras para labrar o bien a la apertura de nuevas industrias, comercios o bancos en las principales ciudades estadounidenses. Generalmente (salvo excepciones como la mítica Molly Brown, llamada “la insumergible”) eran clasistas y con un sentimiento de repulsión y gran desprecio hacia la gente pobre, a quienes veían como un residuo o un “defecto” del sistema en un mundo donde solo la “gente de Dios” estaba destinada a ser algo importante en la vida. Los compartimentos de 1ª clase eran de una gran suntuosidad, a menudo la decoración de los camarotes personalizada al gusto de los pasajeros, previo pago por supuesto a decoradores y artesanos cualificados y de prestigio.


Los pequeños comerciantes, pequeños empresarios, pequeños propietarios de tierras, así como profesionales varios conformaban la clase media, que ocupaba en el barco los compartimentos de 2ª clase. A diferencia de los anteriores, mostraban más respeto hacia las clases populares y algo de recelo hacia las clases adineradas, pero al situarse en un término medio estaban condenados a entenderse con ambos colectivos. Las razones de su viaje se debían también por los mismos motivos que los anteriores, de cara a mejorar las oportunidades profesionales.


La clase proletaria era muy pobre, sin apenas derecho a acceder a la educación, a la cultura y a la sanidad, sin oportunidades de labrarse un buen futuro, condenados a ser “inferiores” como si de un designio divino se tratara. Constituían este grupo campesinos, obreros y criados. Se dice que la presencia de ratas en los camarotes y en los pasillos de la 3ª clase no se debía a la carencia de higiene de aquellos humildes pasajeros sino que fueron introducidas adrede en el barco como una perversa “ambientación” del mundo de los pobres, “la porquería con la porquería” como decían algunos. Ingenuos a menudo, la mayoría jóvenes y con toda una vida por delante llena de unas ilusiones y unas esperanzas que jamás llegarían a materializarse, creyeron en el mito del “sueño americano” para encontrar su lugar en el mundo y ser reconocidos ante una sociedad demasiado tradicional y clasista.


El pase de una sección a otra del barco resultaba muy dificultosa y extremadamente restringida porque se quería evitar a toda costa la comunicación entre clases sociales, algo parecido a las ciudades entendidas entonces como conglomerados de ghettos los cuales fabricaban su propio territorio solo para ellos.
Sin embargo, los sueños de todos se esfumaron. Los ricos fueron víctimas del “monstruo” que habían creado y los pobres, una vez más, del engaño. Aquel modelo propio de los países industrializados no podía extenderse y consolidarse porque era insostenible al resultar una herencia modernizada de un sistema obsoleto creado en el feudalismo. No se podía proongar una agonía para satisfacer a una clase dominante minoritaria aunque poderosa y cabezona.


Todavía muchos se mortifican preguntándose por qué aquel barco se hundió, quiénes tuvieron la culpa y de qué modo se podría haber evitado el mal mayor. De poco o nada sirve flagelarse y perder el tiempo en eso, porque la respuesta es muy sencilla: el hundimiento del Titanic sucedió porque tenía que suceder. En caso de no haberse producido este accidente, hubiese pasado algo similar con graves (o peores) consecuencias que igualmente habrían obligado a una reflexión autocrítica y a un replanteamiento del progreso. El mal estaba hecho y no había vuelta atrás.
El hundimiento del Titanic puso fin a la hegemonía de un modelo alargado hasta la agonía, que si bien no desapareció porque el clasismo y el tradicionalismo siempre han existido, dejó paso sin embargo a nuevas ideas y tendencias como el sindicalismo, el obrerismo, el sufragio universal, el socialismo, el nacionalismo, el nihilismo, el materialismo, el historicismo y el vanguardismo, entre otras, que cultivadas durante el siglo XIX despegaron y se expandieron o bien derivaron hacia otros tantos movimientos políticos, científicos, culturales y artísticos desarrollados a lo largo del siglo XX. Fue el punto de partida de la pérdida de la hegemonía de Inglaterra como potencia económica del planeta a favor de los Estados Unidos, hecho que culminó tras el final de la I Guerra Mundial.


El Titanic marcó el cambio de rumbo de la historia del mundo aunque a un precio demasiado alto, porque se convirtió en la barca (en este caso el barco) de Caronte. Hasta la última burbuja que el barco escupió sobre la superficie de aquellas heladas aguas, se mantuvo ese modelo tan discriminatorio, pues el número total de botes, aunque insuficiente, daba cabida a 1.178 personas, pero solo subieron 705. El proceso de evacuación era demasiado rígido, propio del sistema vigente, incluso para situaciones extremas, lo que reflejaba como aquellos valores aún siendo tan estériles y artificiales estaban por encima de las personas: las mujeres y los niños primero (o sea, los considerados débiles), y los viajeros de primera clase antes que el resto (o sea, la considerada mejor mitad). Una selección fruto de creencias irracionales.


El “moderno Prometeo” de hierro era la síntesis del funcionamiento del mundo de aquella época representado en los camarotes y departamentos de 1ª, 2ª y 3ª clase, así como en las normativas del barco; estaba destinado a reflejar la fuerza, la potencia y el poder del ser humano (de ahí el nombre de “Titanic”); y estaba llamado a ser la mejor “criatura” jamás creada, insumergible y la más rápida, capaz de batir todos los récords habidos y por haber. En definitiva, una prueba de la hegemonía humana e intento de “dar la mano” a Dios, de pronto, como el monstruo de Frankenstein, se rebeló. Hoy día, a 4.000 metros bajo el fondo del mar descansan los restos del Titanic, un recuerdo de lo que una vez fue este mundo ahora hace tan solo cien años y nunca más debería de volver a ser. Desde aquí, un cordial homenaje hacia quienes perecieron.


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