lunes, 28 de enero de 2013

Derecho a decidir: sí, ¿pero cómo?


Sin lugar a dudas, el último gran estadista de nuestro país en apelar al derecho a decidir fue Josep Tarradellas. A pesar de sus años de ausencia en el exilio, demostró tener un profundo conocimiento de la sociedad española en todos los ámbitos, y desde su personal perspectiva expresó de qué manera tenía que estructurarse España una vez terminado el régimen franquista, basado en un sistema regionalista y centralista. Consciente de que la República ya no volvería, tuvo que aceptar la Monarquía, algo que igualmente no le impidió definir su propio concepto de Estado. Para él, en el nuevo sistema democrático y constitucional, el país debía organizarse en base a su heterogénea realidad territorial. Planteó la existencia únicamente de tres autonomías: Cataluña, Euskadi y Galicia. El resto de España, incluidas las nacionalidades históricas que tenían el derecho a ser reconocidas como tales y Navarra mediante su régimen económico especial, se estructurarían mediante la configuración de una red de mancomunidades interprovinciales o interterritoriales que permitiesen su óptimo desarrollo. No tenía sentido, pues, que una región sin tradición autonomista se convirtiera en una autonomía asegurando que "17 autonomías, 17 policías, 17 parlamentos, esto es jauja, no puede funcionar bien".


En el caso catalán, Cataluña debía ser una autonomía con un sólido nivel de autogobierno conseguido gracias a la disposición de un Estatuto, la supresión de las cuatro Diputaciones provinciales (cuyas competencias podían asumir la Generalitat y los Ayuntamientos), la instauración de un sistema descentralizador basado en Vegueries y la transferencia de diversas competencias que asegurasen una óptima autogestión y capacidad de decisión sin la necesidad de interferencia por parte de Madrid. De algún modo, el concepto autonomista de Tarradellas equivalía a crear una sensación a la ciudadanía de vivir bajo un estado propio dentro de otro estado, ahora bien, participando a cambio en los asuntos fundamentales e ineludibles así como en los intereses generales del Estado, mostrando a la vez lealtad constitucional y garantizando la unidad de España mediante la concordia y el entendimiento con el resto de regiones y nacionalidades históricas.


Sin embargo, de la esperanza se pasó a la decepción. Para Tarradellas, el Estatut de 1979 supuso una rebaja a las aspiraciones antes señaladas, pues por ejemplo no suprimía las Diputaciones provinciales. Llegó a afirmar que la nueva declaración de principios “era un Estatuto para Cataluña, pero no el Estatuto de Cataluña”, aunque dadas las circunstancias del momento prefirió animar al pueblo catalán a votarlo pues lo contrario suponía no tener absolutamente nada. En cuanto a la Constitución Española, el derecho a autonomizarse llevó poco después al célebre “café para todos”, hipotecando las aspiraciones de unos y creando territorios artificiales en otros. La crisis económica que hoy día padecemos está recogiendo las tempestades de los vientos y las lluvias sembrados hace ahora treinta años, producto de recelos, prejuicios y estereotipos irracionales.


Actualmente, el Parlament de Catalunya ha aprobado la resolución por la cual se inicia el proceso para hacer efectivo la llamada “Declaración de soberanía y derecho a decidir del pueblo de Cataluña”. Todo derecho a decidir es (o debería de ser) legítimo porque no se puede obligar por la fuerza sí o sí, guste o no, bajo la premisa del “o lo aceptas o te largas” a acatar unos principios y un concepto de estado que no se corresponde al sentimiento de un pueblo. Sin embargo, el proceso no se ha producido correctamente porque solo ha sido aprobado por fuerzas nacionalistas cuando tenía que haber sido fruto del entendimiento unánime de todos los grupos políticos del Parlament, y porque la declaración tiene fundamentalmente como objetivo decidir sobre la independencia de Cataluña. Las consecuencias son una visión errónea y reduccionista sobre ese derecho a decidir, una división de la sociedad y la apertura de una brecha más grande entre Cataluña y el resto de España, en cuyo divorcio ambas partes son responsables.


El derecho a decidir no debería ser solo una simple declaración de independencia de una autonomía sino un proyecto extrapolable a escala nacional fundamentado en el derecho a proponer no solo a los catalanes sino también a todos los españoles qué modelo de estado prefieren, y es aquí donde se barajarían diversas posibilidades, desde la soberanía de una autonomía hasta la estructuración bajo un modelo federal, autonómico, regionalista o cualquier otro que se pueda establecer, entre ellos el propuesto por Tarradellas, en base a la realidad heterogénea de España.
Los contrarios a materializar una declaración de estas características suelen ampararse en el viejo truco sobre la ruptura de la unidad de España y la necesidad de ser leal a la ley constitucional. Nada más alejado de la realidad porque la apuesta por un modelo determinado de país es precisamente defender su unidad y que así lo refrende la misma sociedad española. En cuanto a la vigencia de la ley, si bien es cierto que nadie está por encima de ella, es obvio e inevitable que la sociedad evolucione y cambie de mentalidad, de modo que toda ley debe de reformularse y adaptarse a los nuevos tiempos porque en caso contrario lleva al estancamiento y a situaciones de conflicto.


Ni la Constitución ni el Estatut son infalibles e incuestionables como si de las Sagradas Escrituras se trataran, pues toda declaración de principios debe de estar al servicio de las personas y no al revés. El secesionismo es solo una opción más de entre las diversas. Muchos de quienes se muestran favorables a la celebración de consultas no son independentistas y votarían contra dicho secesionismo, pero sin embargo no por ello niegan el derecho a voz y voto. Por el contrario, quien lo hace está negando a sí mismo su propia libertad de expresión y a que el pueblo exprese cómo quiere vivir y convivir dentro de un territorio determinado. Precisamente los defensores de esa “España una” deberían ser los primeros en abogar por dicho derecho para poder expresar sus propios puntos de vista porque a ellos también les afecta. No contemplan que la unidad de España puede ser también un derecho a decidir. La negación a que el pueblo se pueda pronunciar es un indicio del miedo a perder privilegios personales, una forma de egoísmo al querer imponer a los demás sus propias ideas al no ser capaz de aceptar la existencia de otras formas de pensamiento, y una total y absoluta desconfianza hacia la sociedad. Cuando las personas tienen que estar al servicio de la ley, de los políticos y de la economía y no al revés muy poco tiene un país de democrático.


Posiblemente Tarradellas no hubiese aprobado la Declaración salida del Parlament tal y como se ha elaborado, pero de haber existido una fórmula que le hubiese permitido la oportunidad de apostar por la Cataluña y la España que él quería, no habría dudado en ejercer su derecho a decidir. Todo se puede hacer mejor, y es necesario que la clase política establezca mayores contactos con la sociedad y ceda capacidad de poder y decisión al pueblo si realmente quieren ganarse nuevamente la confianza perdida. Todo el mundo tiene derecho a decidir, y ante la actual situación de crisis económica es necesario que no solo Cataluña sino también toda España pueda decidir cómo quiere ser en beneficio de los intereses comunes de una mayoría que apuesta por mejorar la calidad de vida, mantener unos valores y renovar otros, reforzar la igualdad de derechos y oportunidades, recuperar el bienestar económico para garantizar el progreso y mejorar las relaciones de cordialidad entre todos los pueblos.


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