Se habla últimamente acerca de los problemas que padece el sistema educativo en nuestro país, debidos tanto por la baja calidad de la enseñanza como por la indisciplina dentro de las aulas. Indiscutiblemente, dicho sistema educativo español en general y catalán en particular es de los peores de Europa. Y eso es algo que a mí, particularmente, no me sorprende.
En la comunidad de Madrid, la presidenta Esperanza Aguirre pretende arreglar las cosas mediante la mano dura de la vieja escuela. Es decir, que el profesorado tendrá la categoría de autoridad policial y ante cualquier incidente, la palabra del maestro tendrá siempre prevalencia sobre la del alumno. Admito que realmente hay alumnos conflictivos que son para “darles de ostias”, pero la paz, el orden, el respeto, la obediencia y la aplicación no deben de ganarse mediante la ley del garrote.
En el momento de publicar este escrito, mi edad es de 38 años, es decir, que pertenezco a una generación que llegó a vivir las últimas reminiscencias de la vieja escuela, y no es precisamente algo agradable. Los ocho años de EGB los cursé en un colegio público cercano a mi domicilio y que no voy a nombrar para evitar parecer que hago una campaña de desprestigio hacia este centro, hoy día muy diferente a lo que fue, afortunadamente. Fueron ocho años de “bulling” tanto por parte de algunos profesores como por parte de una serie de compañeros de clase. Tampoco diré nombres de nadie pero si alguna vez llegan a leer esto tal vez se sientan aludidos. Lo siento pero deben de entenderlo porque fueron tiempos que formaron parte de mi vida. Yo puedo perdonar los daños recibidos, especialmente si ellos alguna vez tuviesen la nobleza de disculparse y mostrar arrepentimiento, pero nunca olvidar. Son una clase de heridas que en realidad nunca terminan de cerrarse. Siempre queda algo.
En la comunidad de Madrid, la presidenta Esperanza Aguirre pretende arreglar las cosas mediante la mano dura de la vieja escuela. Es decir, que el profesorado tendrá la categoría de autoridad policial y ante cualquier incidente, la palabra del maestro tendrá siempre prevalencia sobre la del alumno. Admito que realmente hay alumnos conflictivos que son para “darles de ostias”, pero la paz, el orden, el respeto, la obediencia y la aplicación no deben de ganarse mediante la ley del garrote.
En el momento de publicar este escrito, mi edad es de 38 años, es decir, que pertenezco a una generación que llegó a vivir las últimas reminiscencias de la vieja escuela, y no es precisamente algo agradable. Los ocho años de EGB los cursé en un colegio público cercano a mi domicilio y que no voy a nombrar para evitar parecer que hago una campaña de desprestigio hacia este centro, hoy día muy diferente a lo que fue, afortunadamente. Fueron ocho años de “bulling” tanto por parte de algunos profesores como por parte de una serie de compañeros de clase. Tampoco diré nombres de nadie pero si alguna vez llegan a leer esto tal vez se sientan aludidos. Lo siento pero deben de entenderlo porque fueron tiempos que formaron parte de mi vida. Yo puedo perdonar los daños recibidos, especialmente si ellos alguna vez tuviesen la nobleza de disculparse y mostrar arrepentimiento, pero nunca olvidar. Son una clase de heridas que en realidad nunca terminan de cerrarse. Siempre queda algo.
La propuesta de Esperanza Aguirre es letal. En primer lugar, porque los alumnos conflictivos no se verán afectados, ya que la mano dura no les hará cambiar su manera de ser. Yo recuerdo en mi colegio como los gamberros de la clase lo fueron siempre, desde primero hasta octavo curso. Algunos de ellos llegaban a acostumbrarse a ser pegados por los profesores, hasta el punto de que ya ni siquiera lloraban. Se volvían insensibles y aquello no era otra cosa más que un trámite momentáneo por el cual tenían que pasar. Y en segundo lugar, porque los alumnos más sensibles y bonachones lo padecerán mucho y para ellos ir a la escuela se convertirá en ir a un infierno diario. Serán la parte más fina de la cuerda que se rompe al estirarla. Se darán muchos casos de injusticia, ya que al pretender que prevalezcan los argumentos del profesor, representará que este siempre tendrá la razón aunque esté equivocado, lo que dejará a los alumnos indefensos, desprotegidos y desamparados.En mi escuela eran muchos los profesores que en base a esta superioridad preestablecida abusaban de su autoridad. Solucionar las cosas a base de gritos y garrotazos estaba al orden del día. Era la política del miedo, con espíritu militarista. El problema añadido era que, además, se inculcaban y se asimilaban valores equivocados. No se estimulaba la autoestima y el afán de esfuerzo y superación. Cuando un alumno sacaba buenas notas era porque era superior, más inteligente y capacitado. Sin embargo, cuando un alumno era un zoquete, no se analizaban las causas de su bajo rendimiento y desinterés. En vez de animarle, darle una atención personalizada, hablar con él sobre sus problemas desempeñando un papel de psicólogo, hacerle ver que nadie es superior a nadie y que todos tenemos nuestras virtudes con las que sacar buen provecho en la vida, el profesor se limitaba a humillarle delante de la clase, a decirle que era un tonto, un inútil, un incapacitado, un holgazán que no servía para nada ni sabía nada, un ser inferior en definitiva con respecto a los empollones. Ello generaba en el alumno timidez, complejos varios, inseguridad y una desvalorización progresiva así como pérdida de autoestima, aparte de llegar a ser objeto de burla de algunos compañeros de clase, con lo cual se reforzaba todavía más la idea de que valía poco o nada. En definitiva, apología del miedo, de la violencia, de la venganza, del autoritarismo y del clasismo social.
Los mejores maestros que tuve, y a ellos sí que los nombraré porque se lo merecen, con sus cualidades y sus defectos, porque sé que eran buenas personas y se preocupaban por sus alumnos: al señor Ramón de 1º curso, la señorita María Frutos de 3º curso, a la joven e ingenua señorita Marta de catalán de 4º curso (a la que nadie hacía caso), a la señorita Felicitas de 5º curso (llamada por todos como “la Feli”), a la señorita Conchita de religión de 5º curso, a la señorita Montse de sociales de 7º y 8º curso, al señor Marco de matemáticas de 7º y 8º cursos, y sobre todo al señor Antoni Marí de catalán de 6º curso y francés de 8º curso que fue, sin duda alguna, en muchos aspectos, el mejor de todos. Algunos de ellos todavía viven y otros no, pero se encuentren aquí o allí vaya para ellos los mejores de mis recuerdos y mis más entrañables sentimientos.
Al resto, prefiero no citarlos a pesar de no guardarles rencor. Tal vez creían de buena fe que la manera de hacer su trabajo era la correcta para el bien del alumnado. Al menor prefiero pensarlo así. De ellos recuerdo muchas cosas: de la señorita D. de 2º curso con la que aprendí a dividir a base de cachetes; del señor B. de 4º curso que tenía afición a que te apuntaras a la pizarra y llamarte holgazán (de tanto en tanto salía fuera de clase a escupir un sipiajo en un pequeño desagüe situado al lado del aula); de la señorita M. de catalán de 5º curso, sus castigos escritos y sus negativos; del señor J. de matemáticas de 6º curso que atemorizaba a quienes no sabían hacer el sistema métrico decimal; de la señorita P. de 6º curso, que se pasó el año humillándome por mi timidez, riéndose de mí y tratándome como una mierda (en 7º curso algo le sucedió que no daba golpe hasta que fue expulsada del colegio); de la inefable señorita MCB. de ciencias naturales de 6º, 7º y 8º, que antaño se hacía llamar “la sargento” y advertía del mal genio que tenía (aunque yo me pasé sus clases riéndome solo); y de la también inefable señorita A. de lenguaje de 7º y 8º, una pobre mujer resentida, depresiva y amargada de la vida, que disfrutaba escarmentado y suspendiendo a la gente, y siempre que entraba en clase se quejaba de alguna cosa, la alegría de la huerta. Son muchísimas las anécdotas que podría contar de mis ocho años de estancia en este colegio, incluyendo el acoso de algunos compañeros de los que sufrí insultos, amenazas, robo de pertenencias (lápices, gomas, compases, reglas…), vandalismo (rotura de tus pertenencias), humillaciones y agresiones, e incluso tener que fingir ser tonto e inútil para no recibir la paliza de algún abusaenanos. Dos de ellos destacarían: un tal M.A.O.F. de quien nos reíamos sus payasadas en clase pero que de tanto en tanto tenía el capricho de pegarme sin motivo aparente; y un tal F.J.M.P., el empollón de la clase, un pelotas odiado por la mitad de la clase y un excelente prototipo de neofalangista, que por su mentalidad y trato que recibías de su parte hubiese sido digno sucesor de alguna formación política ultraderechista.
Sin embargo, tengo muy buenos recuerdos de la mayoría de compañeros de clase, afortunadamente, los cuales fueron testigos de mis sufrimientos y yo de los que ellos padecieron porque no fui la única persona acosada en diversas ocasiones. Así, un entrañable recuerdo y vaya también para ellos un cordial saludo. Todos/as nosotros/as somos testigos de unos tiempos que jamás deben de volver a repetirse.
Sin embargo, tengo muy buenos recuerdos de la mayoría de compañeros de clase, afortunadamente, los cuales fueron testigos de mis sufrimientos y yo de los que ellos padecieron porque no fui la única persona acosada en diversas ocasiones. Así, un entrañable recuerdo y vaya también para ellos un cordial saludo. Todos/as nosotros/as somos testigos de unos tiempos que jamás deben de volver a repetirse.






¿Es eso amor real a España? Rotundamente no. El franquismo, durante sus casi cuarenta años de mandato, lo intentó y fracasó. Para quien tenga un poco de sentido común, se habrá dado cuenta de que esa España nacional nunca existió y el proyecto de estado se cimentó sobre una base de ficción y fantasía. No cabe la menor duda: ningún dictador puede amar a su país, porque someterlo al autoritarismo no es un gesto precisamente de estima. ¿Acaso un maltratador que le propina palizas a su mujer es un ejemplo de buen amante? Entonces la respuesta es muy clara y obvia. Que los nacionalistas españoles son en realidad antiespañoles y separatistas es algo tan obvio como que dos y dos suman cuatro.
Otra estrategia muy frecuente hoy día de un fascista españolista es "no salir del armario", no precisamente en el sentido gay de la expresión. Con ello hago referencia al hecho de que muchos nacionalistas españoles van de antinacionalistas, pero en realidad solo son antinacionalistas catalanes y vascos, pero no estatales, y encima no lo reconocen. Y los peores de todos son los que encima se las dan de izquierdas y progresistas y hablan de un fascismo catalán y vasco cuando en verdad lo son ellos. Es decir, pretenden hacer creer que se puede ser anticatalán y antieuskera y ser de izquierdas, y algunos te responden que "tener diferencias con catalanes y vascos no me convierte en un facha porque las personas no son de una sola pieza". Tiene gracia el asunto. Eso es como si un antirracista afirmara que "odiar solamente a los negros no me convierte en un racista porque no tengo nada en contra del resto de razas".

El cine Montserrat se ubicaba en el número 241 de la avenida de la Mare de Déu de Montserrat haciendo casi esquina con el paseo de Maragall, en el sector llamado popularmente como “los 15”. Era una sala de moderno diseño, inaugurada en octubre de 1952 y con una capacidad para 834 personas. En sus inicios empezó con sus clásicos programas dobles, y a partir de la Transición pasó a ofrecer muy a menudo películas eróticas clasificadas “S”, de ahí que después, con el auge del cine porno, el 4 de junio de 1984 se convirtiera en una sala X. Pasada la euforia inicial, el negocio no rindió lo esperado y el cine Montserrat volvió nuevamente a ser sala de reestreno hasta su cierre definitivo, en 1987. Recuerdo en mi infancia haber visto en esta sala algunas películas de catástrofes, como “Aeropuerto 77”, el programa doble “Huracán” y “La isla de los hombres peces” con mi padre, y también “Lady Halcón” acompañado de mi hermana Griselda porque por aquel entonces mi hermano Tomás estaba en el cuartel llamado “El sangriento”, en Sevilla, haciendo el servicio militar y no me pudo acompañar.
El cine Paladium se ubicaba en la rambla del Caçador del barrio de la Guineueta,. Era un local más contemporáneo que abrió en 1967 cuando el entonces polígono de viviendas de la citada Guineueta estaba recién construido. Su propietario fue Pasqual Graneri, el cual lo hizo funcionar como sala de reestreno con programas dobles, hasta que en 1976 la empresa Cinesa lo adquirió y lo convirtió en cine de estreno, convirtiéndose así en una de las pocas salas de estreno de la periferia de Barcelona. Tenía capacidad pera 983 personas. En este cine he asistido una sola vez en mi vida, concretamente un sábado por la mañana con mi padre y mis hermanos Tomás e Ismael para ver casi en primera fila el estreno del siglo: “La guerra de las galaxias”, la película que más veces he visto en mi vida y que nunca me canso de repetir. Esta sala cerró definitivamente el 26 de junio de 1983.
El cine Versalles tiene más historia, pues abrió sus puertas sobre los años 1927-1928 de manos de Antoni Bertran. Se ubicaba en el chaflán de las calles de Mallorca y de los Castillejos, cerca de la Sagrada Família. La sala se caracterizó por ser más ancha que larga. Inicialmente tenía capacidad para 800 espectadores y disponía de un vestíbulo muy pequeño. A partir de los años cincuenta se sometió a una profunda reforma que lo modernizó con una mejora de los accesos, de las instalaciones y sobre todo del vestíbulo, que se incrementó notablemente. Pasó a tener capacidad para 1.167 personas. Por aquellos años, el propietario era José Lecumberri de la Fuente, el cual decidió ofrecer programas dobles de películas acompañadas de varietés. De hecho, la tarima donde llegaron a actuar personajes famosos como Estrellita de Castro, Antonio Amaya, El Príncipe Gitano, Antonio Machín, Pepe Marchena o Antonio Molina, entre otros, siempre se conservó, incluso cuando el cine se convirtió en discoteca. Se ubicaba debajo de la pantalla, y era habitual que en los descansos los niños se subieran a correr y a jugar. Años después, se creó el llamado “Miércoles Fémina”, que no era otra cosa que un día de la espectadora que ofrecía una tarifa reducida para las clientas habituales del barrio. En el año 1977 la sala fue adquirida por Pere Balañà, el cual convirtió el Versalles en sala de estreno, si bien a menudo había un complemento de reestreno. Recuerdo haber visto un domingo 7 de enero con mi hermano Ismael y la que sería mi cuñada Mari Carmen el programa doble “Nihm el mundo secreto de la señora Brisby” y “Moonraker”. Otras películas que recuerdo en las poquísimas veces que asistí fueron “Lifeforce fuerza vital” y “Tod y Toby”. El 8 de mayo de 1986 cerró definitivamente sus puertas, y el local se reconvirtió en la discoteca Barçalles, hasta que se clausuró y se derribó para construir un bloque de viviendas.
El cine Virrey era la típica sala de barrio de reestreno de la periferia por excelencia. Tenía dos accesos: uno en el número 10 de la plaza del Virrei Amat (que habitualmente era la entrada), y la otra en el número 44 de la calle de la Jota (la salida). Era propiedad de los hermanos Santiago y Eduardo Ballarín Reyes, que lo inauguraron en diciembre del año 1959, justo en un momento en que la población de la barriada de Santa Eulàlia de Vilapicina comenzaba a expandirse y año tras año se iban edificando bloques de viviendas. Además, hacia muy poco que se había inaugurado el metro. Por tanto, el aumento de la población, la proliferación del comercio y las mejoras en los transportes auguraban un buen futuro para este cine que preveía a muchos clientes jóvenes y habituales. Y así fue, pues la sala tenía capacidad para 1.500 personas, y eran los fines de semana y días festivos cuando hacían grandes recaudaciones. Yo lo recuerdo como un cine viejo y destartalado, con butacas rotas y algo incómodo, pero sin embargo no recuerdo que fuese una sala tan grande. De hecho, casi todas las películas las había visto anteriormente de estreno o de reestreno pero las volvíamos a repetir porque nos gustaban. Muchas eran de catástrofes y de Spaghetti Western. En el cine Virrey eran muy aficionados a recortar los metrajes de las películas para hacer hasta cuatro sesiones en una tarde. Por ejemplo, la hilarante e incomprendida “1941” de Steven Spielberg, duraba unos 20 minutos menos que cuando la vi de estreno en el cine Río. Víctima por supuesto de la crisis del reestreno, cerró definitivamente sus puertas en 1985 y en su lugar e construyeron viviendas, un parking subterráneo y unas galerías comerciales actualmente cerradas por falta de clientes.