Llegado el otoño las paradas de castañas y moniatos hacen su presencia por las calles y plazas de Barcelona, manteniéndose entre septiembre y marzo. La docena de castañas vale 3,50 euros a día de hoy. En la actualidad son pocas las que han sobrevivido, pero afortunadamente esta reminiscencia folclórica se mantiene viva gracias a quienes se han aventurado a hacer perdurar este entrañable negocio y sobre todo gracias a quienes mantienen viva la llama de la tradición comprando los clásicos cucuruchos de castañas cocidas al carbón y envueltos en papel de periódico.
El consumo de castañas en la ciudad de Barcelona es bastante antiguo, debiéndonos remontar hasta la época medieval cuando se asoció con el día de los Fieles Difuntos. Una versión de su origen nos cuenta que para recordar la necesidad de rezar por los difuntos, durante la noche se tocaban las campanas de las parroquias y conventos. Ello suponía un gran esfuerzo para el campanero, el cual reponía fuerzas comiendo castañas, el fruto más abundante de otoño. Como el número de campanarios era elevado en aquellos tiempos al campanero se le añadían las personas y familiares más allegados, los cuales echaban una mano y acababan todos comiendo castañas. Fue a partir de entonces que se tomó como una tradición popular. Otro origen relata que antes de celebrar la citada festividad las familias se reunían para velar a sus muertos y que para aguantar se aprovisionaban de los primeros frutos del otoño, entre ellos las castañas y los moniatos, los cuales se acompañaban con vino dulce. Probablemente ambas historias son ciertas.
Paralelamente a la venta de castañas en los mercados públicos en la festividad de Todos los Santos se hacían rifas de cestas, en las cuales, entre los alimentos de temporada, se incluían castañas. Ello fue de algún modo un precedente de las cestas navideñas.
El siglo XVIII es el momento en el que surgieron las primeras castañeras, según relatan la gran mayoría de fuentes históricas. Inicialmente empezaron como vendedoras de castañas ambulantes que se instalaban al lado de las iglesias y cerca de los cementerios parroquiales, pues era habitual que quienes habían perdido a algún familiar les compraran castañas. Otro emplazamiento habitual era a lo largo de la avenida del Portal de l'Àngel, cuya salida extramuros llevaba al llamado cementerio de los apestados. Las castañas se vendían crudas, si bien tiempo después ellas se encargarían de cocerlas y venderlas cocidas al público.
A lo largo del mismo siglo las castañeras ambulantes empezaron también a distribuirse por las calles y plazas de la ciudad amurallada. Fue entonces cuando la sociedad barcelonesa empezó a familiarizarse con la imagen típica de la vendedora anciana, vestida con ropa pobre de abrigar de color negro y un pañuelo en la cabeza. Antiguamente vestían faldas anchas y forradas con delantal de cáñamo y lana, incluso una capucha blanca que les llegaba más abajo de media falda, atada al cuello y en la cintura. Trabajaban sentadas frente a unos fogones de barro similares a una copa donde cocían las castañas con carbón vegetal. El espeso humo que de allí manaba ennegrecía sus capuchas y les daban ese tono tan especial. Popularmente las castañeras fueron llamadas "mussoles" porque, según el dicho, su aspecto recordaba al de los búhos. Las castañas eran tostadas con una paella de hierro agujereada porque así la llama de los fogones llegaba más fácilmente. Una vez cocidas se conservaban calientes mediante unos ponederos hechos con sacos viejos. Cuando oscurecía alumbraban la parada con una lámpara de aceite, y para prevenirse del viento usaban un biombo. A partir de 1775, con la inauguración del cementerio del Poblenou, el primero erigido fuera de las murallas de Barcelona, los puestos de venta se ubicaron también en el Portal de Don Carles y a lo largo de la carretera al cementerio (actual avenida de Icària) para facilitar la venta a los familiares que se dirigían al camposanto. En 1800 se contabilizaron unas 200 castañeras solamente en la antigua ciudad amurallada.
Durante el siglo XIX la antigua tradición familiar de ofrecer un plato de comida y preparar la cama al difunto desapareció. Aunque en 1839 se dictó una ordenanza municipal que prohibió a las castañeras cocer las castañas en plena calle la cual decía, textualmente “Las castañeras no podrán tostar castañas en ‘las calles, plazas y demás parajes públicos, bajo la pena de ocho reales", afortunadamente dicha normativa nunca llegaría a cumplirse. Tiempo después el Ayuntamiento de Barcelona impuso un canon, con lo cual también se negaron a satisfacer. Se dice que las castañeras de la Barceloneta fueron las más combativas. Sin embargo, nada pudieron hacer y ello obligó a encarecer el precio del producto, entonces a un cuarto (es decir, quince céntimos de peseta) ocho castañas, de modo que a ese precio se ofrecían siete. En 1860 se regularizó la presencia de castañeras en la vía pública mediante concesión municipal, otorgándose hasta 125 paradas. En 1883, con la inauguración del nuevo cementerio de Montjuïc, las castañeras encontraron nuevo espacio donde ubicarse durante la festividad de Todos los Santos para atender la demanda del público que iba a homenajear a sus queridos seres ya difuntos. A finales de dicho siglo las viejas copas o fogones de barro fueron sustituidos por nuevas tostadoras metálicas, de aspecto redondo, en forma de ollas y base trípode que incluían una parte inferior donde se depositaba el carbón vegetal (con puertecilla para meter el combustible y encender el fuego), más una parte superior donde se ubicaba la parrilla para tostar las castañas y moniatos.
A partir de 1920, cuando el mercado del Born se convirtió en el centro mayorista de frutas y verduras de Barcelona, las castañeras acudían allí a adquirir las castañas y moniatos para abastecerse del stock suficiente. Debe tenerse en cuenta que no todo el producto se vendía, pues una parte se tenía que desechar porque estaba en mal estado o bien se pudría. En 1930 se llegaron a contabilizar hasta 125 paradas de castañeras por toda Barcelona. Durante los años 30 no era nada extraño observar en el casco antiguo de la ciudad a diputados autonómicos y a concejales municipales ir a comprar castañas y mantener conversaciones con las vendedoras. Sin embargo, ya en aquellos años la demanda de paradas empezó a descender. Así, de 1.320.000 kilos de castañas vendidas en 1933 se pasaron a 786.186 kilos en 1934.
El estallido de la Guerra Civil supuso un paréntesis tanto por el aumento del precio de las castañas y moniatos a medida que las provisiones iban escaseando como por el peligro que suponía una parada en la calle teniendo en cuenta que la ciudad sufría los bombardeos. Ya en la postguerra a partir de 1940 las paradas reaparecieron por las calles barcelonesas e incluso las mismas castañeras llegaron a solidarizarse con la gente más necesitada haciendo donaciones de castañas a la Casa de la Caridad y a los comedores del Auxilio Social, entre otros lugares. Durante esos años de tanta escasez y precariedad, las castañeras tenían que acudir al Sindicato de Frutas y Hortalizas (en Via Laietana, 32) donde, mediante la presentación del documento que acreditaba su oficio, podían adquirir el stock correspondiente de castañas y moniatos, una cantidad regulada por el racionamiento.
A principios de los años 60 las castañeras vendían más de 6.000 kilos de castañas asadas. La docena valía entonces una peseta. A partir de 1972, tras el cierre del mercado del Born, las castañas y moniatos pasaron a adquirirse en el nuevo centro alimentario municipal Mercabarna, en la Zona Franca.
Mérito tuvieron las castañeras de antaño de haber resistido tanto guerras como distintas formas de gobierno. Aún así, las últimas décadas del siglo XX pusieron de relieve una pérdida progresiva del viejo oficio ante la falta de gente más joven la cual buscaba otras oportunidades laborales. El número de paradas fue disminuyendo y el Ayuntamiento de Barcelona otorgaba menos licencias. A ello se sumaban las dificultades económicas de un negocio cada vez menos rentable. Durante los años 80 y 90 quienes se aventuraban a abrir una caseta de castañas debían invertir alrededor de 100.000 pesetas por temporada, además de pagar el impuesto municipal, la electricidad, la licencia fiscal, el montaje de la caseta y el almacenamiento del producto, entre otras cosas. En 1989 una docena de castañas costaba 125 pesetas.
Llegados al nuevo siglo XXI las paradas de castañeras, a pesar del descenso del número de licencias y del incremento de las tasas, han sobrevivido como un anacronismo a la modernidad de la ciudad, a los cambios de valores y de pautas de comportamiento, a las nuevos hábitos de consumo e incluso a la incorporación de la festividad de Halloween. Aunque nunca ha sido oficio de gente joven, algunos de ellos han decidido tomar el relevo de sus padres y abuelos sensibilizados en mantener viva la tradición, e incluso colectivos inmigrantes también se han sumado como forma de subsistencia temporal. Pero ello no hubiese sido posible sin la existencia de un público barcelonés fiel que se opone a su desaparición y hace frente a la globalización en unos tiempos donde todo cambia tan rápido.
En 2020, a pesar de la crisis sanitaria hubo 36 las paradas de castañas y moniatos otorgadas y repartidas por toda la ciudad de Barcelona, siendo la tendencia de estos últimos años la presencia de entre 20 y 30 puestos de promedio. En el 2021 se han otorgado 46 licencias, una cifra que se puede considerar positiva. Las largas colas de personas en busca de un cucurucho de castañas recién sacadas de las brasas no han faltado, especialmente en los albores de Todos los Santos y los Fieles Difuntos. Apelando al optimismo es un deseo encomiable que la tradición de las castañeras perdure en el futuro no solo como un vestigio folclórico y cultural, sino también como un servicio comercial a las personas.
Fotos: Agustí Mas, Arxiu Fotogràfic de Barcelona, Barcelona Cultura Popular, Frederic Bordas, La Vanguardia, Pérez de Rozas, Ricard Fernández Valentí.