Si un día decidimos pasear por la calle de la Diputación justo detrás del edificio de la Universidad de Barcelona, hallaremos a la altura de la calle de Enrique Granados unos viejos quioscos de madera y chapa pintados de color verde de los cuales solo una permanece abierta. Es un vestigio de tiempos pasados, de la época gloriosa de los libros de viejo. Antaño, un tramo de la calle de la Diputación entre Aribau y Balmes estaba ocupado por paradas como las que hoy agonizan, en la acera del lado mar, que ofrecían libros y revistas antiguos. Entonces aquello estaba muy concurrido, lo que le otorgó un ambiente singular y una vida muy especial.
El origen de estos pabellones se remontaría en realidad con el Mercado de Libros de Santa Madrona del año 1902, que a su vez constituyó una auténtica escuela para iniciarse profesionalmente como bibliófilo y librero. Este espacio tuvo una gran tradición barcelonesa y por ese motivo enseguida se convirtió en una estampa típica de la ciudad. Se hallaba emplazado en la calle del Portal de Santa Madrona, justo al lado del antiguo convento de santa Mónica. Los primeros impulsores fueron los libreros Josep Bahí, Francesc Adán y Pau Rosé. Sin embargo, con motivo de las obras de prolongación de la línea III del metro en el tramo “Liceo-Pueblo Seco”, en 1966 se vieron obligados a trasladarse de lugar y buscar un nuevo emplazamiento. Inicialmente, la Administración propuso eliminar definitivamente el Mercado por la aparente imagen de pobreza que ofrecía al turismo mediante el pago de una indemnización a todos los propietarios, pero la presión de los libreros de viejo y del Gremio reclamando un nuevo espacio obligó a emprender largas gestiones para llegar a un acuerdo final.
Finalmente, después de nueve meses de negociaciones, el Ayuntamiento de Barcelona cedió a las presiones y eligió la parte trasera del edificio de la Universidad de Barcelona que daba a la calle de la Diputación. Esta opción se impuso frente a las alternativas de la ronda de San Antonio (frente al Price justo donde hubo la cárcel de mujeres) y el parque de la Ciudadela. En la salvación del mercado tuvo mucho que ver la intervención de Esteve Bassols, periodista, director del Instituto Catalán de Cultura Iberoamericana y delegado se Servicios, Relaciones Públicas y Turismo del Ayuntamiento de Barcelona. Como compensación por las molestias del traslado, la Dirección General de Transportes Terrestres, responsable de las obras del metro, procedió a indemnizar a los libreros con una suma cercana al medio millón de pesetas.
En el proyecto inicial, las paradas tenían que montarse mirando de cara a la montaña, adosadas a la pared del edificio de la Universidad de Barcelona, pero el rector se opuso y ello obligó a cambiar la posición. Según parece, dicho rector consideraba inapropiada esta ubicación porque invitaba a los estudiantes a saltar la valla.
En total se erigió un conjunto de veinte paradas de unos 8 metros cuadrados cada una, todas ellas numeradas, que fueron ocupadas por los propietarios de las librerías de viejo. Cada una tenía un valor de 110.000 pesetas. Las concesiones eran indefinidas y solo se abonaba una cuota trimestral muy económica. El negocio, además, podía pasar de padres a hijos. La inauguración oficial de este mercadillo tuvo lugar el 10 de marzo de 1967, presidida por el entonces alcalde de Barcelona Josep Maria de Porcioles, con la participación de los presidentes del Instituto Nacional del Libro y del Gremio de Libreros de Lance, Carles Robles Piquer y Josep Pi Caparrós. En la parada número 12 se descubrió una placa conmemorativa.
Este conjunto de paradas fue bautizado con el nombre de Antoni Palau Dulcet, con motivo del centenario de su nacimiento. Este personaje nacido en Montblanc en 1867 fue un erudito librero, bibliógrafo, historiador cultural y cervantista español, autor de la magna y prestigiosa obra de siete volúmenes Manual del librero español e hispanoamericano. La segunda edición sumaba 26 volúmenes y un total de 381.897 títulos inventariados. Falleció en Barcelona en el año 1954.
La clientela habitual era la gente que acudía a buscar toda clase de libros. Por los quioscos frecuentaba desde el bibliófilo hasta el coleccionista pasando por el que deseaba llenar de golpe una biblioteca nueva sin buscar nada determinado y ni siquiera preguntando nada. En cada parada había muchos restos de ediciones y muy raramente ediciones de incunables. De libros buenos y de calidad había pocos, pues estos estaban mayormente en manos de coleccionistas y bibliotecas particulares.
A menudo las adquisiciones eran ejemplares viejos o modernos que estorbaban en las casas y que los traperos recogían a domicilio y luego ofrecían a los propietarios de las casetas. Estos bibliófilos y libreros también solían adquirir libros en los Encantes Viejos de la plaza de les Glorias. Muchos de ellos eran en realidad descendientes directos de quienes ya se dedicaban a la compra-venta del libro viejo que se iniciaron en paradas modestas ubicadas en portales participando a la vez en ferias y mercados. Se dice que algunos de estos antepasados eran incluso anteriores a la invención de la imprenta. Entre los libreros encontrábamos los nombres de Gibernau, Font, Millà, Rodés y Aiguader, entre otros.
Aunque en un principio este espacio tuvo éxito de público, enseguida en los años posteriores entraron en una progresiva decadencia, pues el cambio de hábitos y costumbres de la sociedad barcelonesa trasladó el ocio hacia otros lugares. Las ventas bajaron notablemente y muchas paradas terminaron por cerrar, algunas por la muerte de sus propietarios y otras antes de tiempo porque sus dueños aceptaron las indemnizaciones que ofreció el Ayuntamiento de Barcelona con el propósito de erradicarlas por completo.
En estos años de decadencia prácticamente solo se vendían revistas pornográficas, sobre todo durante la década de los ochenta, coincidiendo con la proliferación de establecimientos relacionados con el mundo del sexo por un sector de la Esquerra de l’Eixample, como los sex-shops, los puti-clubs y los locales de alterne y ambiente liberal. Sin embargo, en los años de la transición democrática e incluso en los últimos años del franquismo era habitual la venta de revistas de contenido erótico o subidas de tono, todas ellas por supuesto de manera clandestina. El caso más popular fue el de Salvador Egea, que llegó a tener hasta cuatro paradas que lo consolidaron como el librero más importante de Barcelona en cuanto a relato erótico y pornográfico se refiere. En la actualidad, sus herederos abrieron muy cerca, en la misma calle, un sex-shop llamado Egea, donde además de las telecabinas y productos eróticos, existe una librería temática al respecto, incluso un pequeño "Rincón del Coleccionista" donde se pueden encontrar auténticas rarezas.
Actualmente, la única parada activa es la regentada por Julio García, el cual pasó de vender libros antiguos y de ocasión a publicaciones eróticas internacionales ya desaparecidas. Los pocos clientes que acuden lo hacen con unas listas para buscar aquellos ejemplares que les faltan. Ahora el Ayuntamiento le ha abierto un expediente sancionador por incumplimiento de horarios. Posiblemente este último vestigio tiene los días contados, pero sin lugar a dudas la memoria histórica lo recordará para siempre. Al menos esa es mi intención.
És una llàstima que haguem deixat que es degradessin. És trist perdre una part de la memòria.
ResponderEliminarBuen post Ricard, buen tema los libros y librerías de antes, otra cosa que también se ha perdido y da pena solo quedan tus fotos y nuestro recuerdo.
ResponderEliminarUn abrazo y muchas gracias.
La de horas que me pasé en mis tiempos de estudiante en la vecina universidad callejeando, de Aribau a Enric Granados, una hora, y venga, vamos a volver... Siempre descubríamos algo.
ResponderEliminarUna excel•lent entrada, molt ben documentada, que em fa reviure grans moments viscuts i que avui torno a parlar en el meu blog.
ResponderEliminarUna abraçada