Todavía parece que fue ayer cuando en 1986 Juan Antonio Samaranch pronunció su mítico “a la ville de… Barcelona“. A continuación los petardos y los claxon de los automóviles no cesaron de sonar durante un buen rato por las calles de la ciudad. La tensión dejó paso a una gran euforia y alegría. Teníamos fe en que Barcelona saldría ganadora, pero hasta el último momento había alguna que otra duda razonable. Ciudades candidatas como Ámsterdam y Brisbane era rivales potentes, pero finalmente se optó por la capital catalana porque ésta ofrecía unos atractivos adicionales y la ventaja de no haber celebrado nunca un certamen tan importante. Quienes se opusieron fueron solo una minoría, aduciendo razones como la pérdida de la identidad, la especulación inmobiliaria, el encarecimiento del coste de la vida y el escaso o nulo beneficio hacia las clases sociales más populares. Aunque tales alegaciones finalmente fueron ciertas, no se pueden atribuir la culpa al hecho de haber celebrado los Juegos Olímpicos sino a un proceso evolutivo inevitable propio de los tiempos que también ha afectado al resto de ciudades españolas y de países desarrollados, y que Barcelona tarde o temprano hubiera padecido.
A nivel político la jugada salió redonda y perfecta. El entonces alcalde Pasqual Maragall logró su objetivo de vender una ilusión porque el contexto histórico en el cual se estaba viviendo propició la necesidad de ofrecer algo que satisficiese y alegrara a la ciudadanía. Barcelona era una ciudad descuidada y se percibía como una urbe de segunda fila, desatendida, envejecida y poco importante. Ante ello, la oportunidad de abrirse definitivamente al mundo era la manera perfecta de ganarse el favor del público y pasar a la historia como el alcalde olímpico que transformó Barcelona y la proyectó hacia la modernidad y el cosmopolitismo. Y así es como finalmente se ha recordado. El factor partidista también jugó su papel, pues se vendió la idea de que aquella “maravillosa” transformación de la ciudad tal y como estaba planeada solamente la podía llevar a cabo el grupo socialista, y que en caso de no ser así había el riesgo de torcer todas las ilusiones puestas hasta el momento. Dicho de otro modo, cuajó la idea de que los Juegos Olímpicos y la consecuente transformación de Barcelona era un proyecto únicamente socialista a pesar del apoyo recibido por parte del resto de grupos políticos, tanto socios como de la oposición. Ello ayudó en parte a que el alcalde Maragall ganara las elecciones municipales de forma consecutiva hasta su dimisión en 1997. Connotaciones políticas y partidistas aparte, estaba claro que la idea común de la sociedad barcelonesa era que la ciudad tenía que cambiar. Se percibía una urbe gris, descuidada, desordenada, con obras públicas pendientes a medio hacer, deficitaria en equipamientos y servicios y con barriadas severamente degradadas. Eran necesarias y urgentes una serie de reformas profundas que contribuyesen a mejorar el nivel y la calidad de vida, lo que también repercutiría a un aumento de la autoestima y del orgullo de sentirse barcelonés. Había terminado un ciclo y el nuevo tenía como objetivo poner Barcelona al día en todos los aspectos hasta colocarla cualitativamente a la altura de las principales ciudades europeas.
Desde que el primer alcalde socialista Narcís Serra propuso Barcelona como candidata a los Juegos Olímpicos de 1992, cualquier obra pública realizada hasta la designación definitiva de 1986 se recibió popularmente con mucha alegría y se interpretaron como pequeñas muestras de que otra ciudad era posible y que la transformación de la capital catalana en algo mucho mejor no era una utopía sino algo realmente factible. Por primera vez daba la sensación de que la especulación inmobiliaria y las elevadas densidades daban paso a zonas verdes, aceras anchas, zonas peatonales, escuelas, ambulatorios, bibliotecas y polideportivos. De no haberse celebrado las Olimpiadas, posiblemente las obras públicas efectuadas y la dotación de esos equipamientos pendientes tan repetidamente reivindicados por las asociaciones vecinales igualmente se hubiesen materializado, aunque más lentamente y en un período de años superior al previsto al no haber dispuesto de esa partida presupuestaria adicional tan necesaria. Afortunadamente las ilusiones y las esperanzas no se tradujeron en un golpe muy duro a la moral en caso de no haberse celebrado los Juegos Olímpicos sino todo lo contrario. Sorprende todavía hoy día la convicción casi absoluta que había de que Barcelona acogería el certamen, algo que no ha sucedido en otras ciudades candidatas donde las rivalidades estaban más equilibradas y cualquiera podía ser la ganadora. Sin embargo, aquí se daba por hecho de conseguirlo.
Es cierto que hubo mucho juego político encubierto e intereses personales alrededor de los Juegos Olímpicos de 1992, y todo ello es criticable. El gobierno socialista pretendió vender una imagen de modernidad del país, la mítica “España del cambio” que nunca ha existido, incluso una concordia y solidaridad entre autonomías simbolizada con la canción de clausura “Amigos para siempre” que en realidad fue más aparente que real. Pero aún así igualmente se agradece que este evento se haya producido porque Barcelona ya no ha vuelto a ser la misma desde entonces sino que es una ciudad con extraordinarias posibilidades de proyección, con sus virtudes y sus defectos pero igualmente un referente mundial y un espacio para vivir. Ciertamente no fue un hito perfecto porque ninguno lo es, y algunas cosas se podrían haber hecho mejor. Nada a objetar sobre eso. Posiblemente la pérdida de aquella Barcelona tan auténtica y personal de los años 70 y la instauración de unos valores demasiado “políticamente correctos” sería lo más reprochable. Los Juegos Olímpicos se celebraron justo en un momento que fueron posibles, poniendo punto final al modelo de crecimiento y desarrollo a base de grandes certámenes como también lo fueron las Exposiciones de 1888 y 1929. La Barcelona postolímpica nada tiene que ver con esto, y prueba de ello es que el intento pretendido con el Forum Universal de las Culturas del año 2004 que no obtuvo los resultados esperados. Ahora, y ante la crisis económica, la ciudad deberá de reinventarse y apostar por nuevos modelos que aseguren a la vez crecimiento y desarrollo por un lado y calidad de vida para la ciudadanía por otro.
Sí, defectos de lado, fue una cosa sumamente positiva, no como lo del 2004 que fue un vano intento de emular lo que no se podía emular. Coincido contigo... Emocionante ciertamente recordar aquellos días.
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