Barcelona está en crisis y a la vez de fiesta durante todos los días del año. Es el carnaval del bienestar donde la ciudad se disfraza de buenas apariencias y hace ver que la pobreza y la miseria no existen. Recientemente, para completar la decoración de ese gran escenario, se persiguen y sancionan a todas aquellas personas pobres que se les ocurra recoger cartones o cualquier clase de chatarra de los contenedores de la basura, sean o no indigentes. Se puede entender como una buena medida para terminar con las mafias organizadas pero el problema lo padecen quienes por necesidad real lo hacen regularmente para poder comer y sobrevivir. Así, pues, el pobre que no puede evitar serlo por las circunstancias de la vida que le han hecho una mala jugada no puede ni buscarse la vida porque encima puede terminar multado o arrestado. Como los residuos son propiedad municipal, llevarse cualquier cosa de un contenedor equivale a cometer un robo. O sea, que hasta los pobres también les ha llegado a su propio modo la crisis económica y ven recortes aunque sean de otro tipo. En definitiva, si los parados que ya ni cobran ninguna clase de subsidio corren el riesgo de ser pobres, los pobres propiamente dichos lo van a ser aún más, y todo ello sencillamente sucede para ofrecer una buena imagen de la ciudad. El Ayuntamiento alega que si se permite a los pobres sustraer los residuos se contribuye al fomento de un comercio clandestino y a pérdidas anuales de dinero, pero ¿y qué hay del ciudadano anónimo que no recicla y echa cualquier clase de basura al azar en el primer contenedor que se encuentra? ¿Cuántas veces no habremos visto en los contenedores grises residuos de todas clases, incluso en los de reciclado de vidrio, cartón y plásticos? No olvidemos que cuando se mezclan residuos diferentes no se suelen separar y ello también contribuye a pérdidas anuales de dinero.
Todavía he podido vivir los últimos años de la Barcelona real que nada escondía y se mostraba tal y como era, con su rostro real, sin disfraces, enseñando lo bueno y lo malo, lo limpio y lo sucio, lo noble y lo ruin, la riqueza y la pobreza. Eran los años de la ciudad preolímpica que tanto esperaba someterse a una profunda remodelación. Corría por las décadas de 1970 y 1980 cuando entonces era un niño y luego un adolescente que las basuras y los residuos que la gente producía eran un negocio rentable y provechoso. Delante de mi calle, semanalmente, pasaba el trapero del barrio. Era un hombre mayor, montado en un carro tirado por un burro. A su paso hacía sonar varias veces una oxidada pieza metálica parecida a una campana y luego gritaba “el trapaire” en una mezcla de catalán (drapaire) y castellano (trapero). Nosotros lo conocíamos, y le hacíamos subir a casa para darle botellas de cerveza y cava y periódicos atrasados que él metía en un gran saco. Paraba el carro enfrente de mi casa y lo cargaba con todo lo que podía. Si no recuerdo mal, mi abuela algunas veces le daba una propina. Me gustaba esa estampa, porque además aquél trapero era muy buen hombre y a mí me hacía gracia observar su borrico. Alguna vez le preguntaba al trapero “¿muerde el caballo?”. La verdad es que era un animal muy manso, y era habitual que muchos chavales con buenas o malas intenciones quisieran acercarse y tocarlo, por lo que desde lejos se oía una voz al grito de “¡niños!”, y éstos salían corriendo. Ya a finales de la década de 1980 ese buen hombre estaba jubilado. Era bastante mayor y su último año como trapero arrastraba él mismo el carro por habérsele muerto su viejo burro. Ya jubilado, algunas veces lo encontrábamos paseando por los terrenos de Can Dragó antes de la construcción del parque deportivo, habiendo todavía las ruinas de los antiguos talleres del ferrocarril. Iba despacio, cojeando un poco y ayudado de un bastón. Siempre nos saludaba y preguntaba por todos nosotros. Luego ya no lo volvimos a ver más. Se marchó a vivir sus últimos años de vida retirado y tranquilo a su pueblo.
Otros traperos pasaban por mi barrio, muchos de ellos gitanos, también montados en carros tirados por burros o bien por caballos. Uno de ellos pasaba al grito de “el drapaire, compro colchones de lana, compro lámparas, compro plomo”. Y otro, cuyas dependencias estaban en la calle de Alexandre Galí con la plaza del Doctor Modrego, hizo fortuna con el negocio de la trapería. Al jubilarse, convirtió el viejo establecimiento en un bar musical que hoy día regenta su hijo. Este local, en recuerdo de lo que una vez fue, se llama “La Trapería” y todavía funciona.
A mediados de la década de 1980 el Ayuntamiento instaló los primeros contenedores de basura, marcando así el principio del fin de un oficio tradicional en Barcelona y que tantos recuerdos imborrables dejó a muchísimos barceloneses. La designación de la capital catalana como sede de los XXV Juegos Olímpicos también contribuyó a la desaparición progresiva de los traperos o drapaires. La transformación urbana que urgía para dar paso al actual modelo de ciudad no podía permitir enseñar su verdadero rostro, así que la operación de maquillaje se inició a partir de 1986 y todavía continúa, un carnaval que recientemente ha cumplido un cuarto de siglo. Aunque hoy día me siento contento y orgulloso de vivir en Barcelona y de todas las cosas buenas que se han hecho, ¿acaso era incompatible la proyección mundial de una urbe moderna y del diseño con la conservación de sus componentes más folclóricos y tradicionales? Pues la verdad es que yo nunca me he avergonzado de ellos.
Otra cosa que era socialmente muy útil eran los pesados y ruidosos contenedores naranja para muebles y trastos viejos, pesados por su tamaño y ruidosos especialmente cuando el camión los arrastraba a primera hora de la mañana dando así un dulce despertar. Para muchos ciudadanos, e incluso para un servidor, eso era un auténtico festín de oportunidades. Sería incontable concretar en una cifra numérica cuanta gente consiguió amueblar su piso con mobiliario de estos contenedores, muchos de los cuales estaban en perfecto estado de conservación. El dinero que te podías ahorrar era de hasta un 75% del presupuesto en la compra de un mueble nuevo, pues el 25% lo podías destinar en arreglarlo y adecuarlo a tus necesidades. A menudo las furgonetas y camiones de los chatarreros se paraban delante de estos containers y muchas veces los vaciaban en un momento y luego proseguían su camino.
Cuan necesarios eran los traperos y qué buen servicio nos hacían, y qué útiles eran los grandes y ruidosos contenedores naranjas de muebles y trastos viejos para ahorrarte dinero en amueblar tu casa. Todo eso era antes, una estampa del pasado que incluso ya parece antidiluviana para las nuevas generaciones. Hoy, Barcelona disfraza sus basuras y sus miserias haciendo ver que no existen para poder continuar siendo, pese a la crisis económica, como “la millor ciutat del món”.
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