El (sagrado) evento del pasado domingo ha servido para poner de manifiesto una vez más la existencia en Cataluña de realidades sociales muy variadas y dispares. Dos claros precedentes los tuvimos hace unos pocos meses atrás con la multitudinaria manifestación contra la sentencia del Estatut y la celebración el día siguiente de la victoria de “la Roja” en el Mundial de Fútbol. Así, a la pregunta sobre si el pueblo catalán es contradictorio, es falso, si tiene doble personalidad o si padece el síndrome del doctor Jekyll y Mister Hyde la respuesta es clara y sencilla: no. Cataluña no es un pueblo uniforme o por lo general tendente a una uniformidad cultural o ideológica. Cataluña es una tierra cuya realidad social es mucho más variada y compleja de lo que pretenden hacernos creer. Está claro que existe una población de habla catalana, pero también hay una población de habla castellana; hay una demanda por consumir y disfrutar de la cultura catalana y de la cultura en catalán, pero indudablemente también hay una demanda muy importante de cultura no catalana y cultura en castellano; hay quienes desean la independencia, quienes quieren solo más autogobierno y quienes quieren formar parte de España y reivindican así la presencia de signos varios de españolidad.
Ante esta realidad variopinta, a pesar de que todos los partidos políticos han puesto de moda su promesa de reconocer, defender y fomentar la diversidad cultural, lingüística y religiosa frente a la uniformidad y homogeneidad centralista, a efectos prácticos, solo defienden aquellas partes de la sociedad con quienes están más de acuerdo. En realidad, todo partido político catalán, sea de derechas o de izquierdas, sea nacionalista o no, solo gobierna para media Cataluña, para la que ellos consideran, según sus ideas, la mejor mitad.
Y en relación con la visita del Papa a Barcelona sucede algo similar. Hasta ahora se nos ha vendido que somos una sociedad muy progresista, muy liberal y poco o nada religiosa, y eso no es tan cierto. En Cataluña, igual que en el resto de España, hay muchos creyentes, sean más o menos religiosos, en diferentes grados y niveles, así como gente conservadora o defensora de determinados valores, y se trata de una realidad que existe y no precisamente minoritaria. La fe moviliza a muchísimas personas, y aunque entre estas gentes hayan críticos con el Papa por su talante radical, igualmente se han alegrado y reconfortado ante su presencia en Barcelona.
A título personal, un servidor no ha ido a verlo porque aunque soy creyente, soy deísta, tampoco tengo tanta devoción como para levantarme temprano un domingo por la mañana e ir a ocupar un asiento en la avenida de Gaudí. Sin embargo, admito que tampoco me hubiese molestado haberlo visto, aunque solo fuera por poder decir en el día de mañana que yo una vez vi al Papa en persona. El Vaticano eligió a Ratzinger para sustituir al difunto Karol Vojtyla, apostando por una línea dura en vez de una línea más abierta que hubiese permitido una modernización de la Iglesia adaptándola a nuestros tiempos. Lamentablemente el glorioso período aperturista y amable de Juan XXIII, Pablo VI y fugaz de Juan Pablo I ha sido enterrado y olvidado. La Iglesia católica debería de ser precisamente menos católica propiamente dicha y mucho más cristiana, ciñéndose exactamente a las enseñanzas de Jesús. La falta de fe y la desconfianza hacia el clero se debe precisamente por su lejanía o por el uso de conveniencia de la palabra del presunto Hijo de Dios. La historia nos pone de relieve las atrocidades llevadas a cabo en nombre de Dios y quienes lo han sufrido no lo perdonan. La última y más reciente en la historia de nuestro país ha sido el apoyo del Clero al régimen franquista. Aquellos sacerdotes y demás órdenes religiosas que realmente han sido cristianas hasta la médula han sido apartados o marginados de la Iglesia. Es decir, creyentes de conciencia y de buena fe no interesan. Nada más hay que observar el caso de Vicente Ferrer. Tampoco se comprende que existan sectores conservadores, progresistas, aperturistas, moderados y similares dentro de la Iglesia. Si el mensaje de Jesucristo fue objetivo, no se entiende el sentido de la existencia de posturas diferentes. Todas ellas no deberían de existir, solo debería caber una sola y única postura objetiva y universal. El resto, son manipulaciones y perversiones a los antojos personales de la humanidad.
En resumen, no es este el modelo de Papa que yo quiero porque defiende y perpetúa un sistema alejado del verdadero cristianismo y contribuye sin quererlo a expandir cada vez más la pérdida de la fe en algo, o sea, al agnosticismo y al ateísmo. Justo el día antes del evento, el sábado por la noche vi en vídeo la película “Las sandalias del pescador”, cinta muy interesante y recomendable y con excelentes interpretaciones por parte de veteranos actores muy curtidos, especialmente de Anthony Quinn, cuyo personaje de Papa ruso es modélico, íntegro y ejemplar hasta el punto de convertirse en aquel jefe de la Iglesia católica que mucha gente desearía que fuese en la vida real. Desgraciadamente, eso no es así y la línea dura se ha impuesto por la politización de la religión y por los lobbies ultraconservadores de gran poder y capacidad de influencia, éstos últimos sin complejo alguno en manifestar su hipócrita moral conservadora, claros ejemplos del “haced lo que nosotros os digamos porque nosotros haremos lo que nos dará la gana”. Este lobbi es el que ignora la diversidad religiosa y pone en evidencia que en España, a pesar de que ya no existe una religión oficial, el catolicismo es todavía muy poderoso e influyente y mueve a grandes masas sociales, a millones de personas.
Hasta aquí comparto las críticas de quienes creen que Benedicto XVI representa a una Iglesia que discrimina a las mujeres y a los homosexuales y restringe severamente en el ámbito del sexo y del progreso científico y médico. También comparto las críticas de los cristianos disidentes que tienen un punto de vista diferente de la fe cristiana y no están de acuerdo con la línea dura del catolicismo.
Sin embargo, me permito discrepar en tres cosas. En primer lugar, me parece feo que algunas gentes contrarias a la visita del Papa hayan destrozado algunas banderas de bienvenida colgada en los balcones, pues con ello no hacen más que ponerse a la misma altura del catolicismo más radical y contribuyen a dar una mala imagen, incluso criminalizada, de quienes no están de acuerdo con la visita de Ratzinger a nuestra ciudad. Quien se sienta ofendido por la visita del Papa, sencillamente que no vaya y que apague el televisor.
En segundo lugar, tampoco me ha parecido bien la politización de este evento. Artur Mas no tardó en recomendar al pueblo catalán que colgara las “senyeres” en los balcones, y Rajoy dio su nota afirmando que “es lo mejor que le ha pasado a la lengua catalana en 1000 años”. Si Dios es universal y es de toda la humanidad, no es correcta la presencia de banderas políticas, en este caso tanto de la “senyera” como de la “rojigualda”. La única bandera legítima era solo la de bienvenida al Papa, y lo demás es una simple provocación. La fe cristiana bien entendida no entiende de fronteras ni de lenguas ni de nacionalismos, sino que las personas están por encima de fronteras materiales y políticas.
Y en tercer lugar, aunque defiendo el laicismo y la libertad religiosa, así como la menor presencia de la Iglesia católica a la hora de decidir en los asuntos políticos y sociales, no comparto la actitud demagógica de algunos partidos políticos, como ha sido particularmente el caso de ICV y ERC, cuyos dirigentes no han asistido al acto por su presumible “ateísmo”, pero sin embargo luego se van de “buen rollito” hacia la rambla del Raval a celebrar la fiesta del fin del Ramadán. Y ello no es una crítica al islamismo o a cualquier otra religión no cristiana, sino al uso partidista que hacen de ellas determinados dirigentes. O se es laico o no se es, pero hacer mala cara hacia una religión y buena hacia otras eso es hacer trampa.
En los próximos años, otros Papas vendrán a nuestra ciudad, y la historia y la polémica se repetirán porque no somos tan cambiantes como creemos. In te, Domine, speravi; non confundar in aeternum.
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