No soy monárquico. Es más, probablemente de celebrarse un hipotético referéndum sobre qué modelo de estado prefieren los españoles, mi voto iría dirigido al republicano. Ahora bien, nunca apostaría por una república como la última habida en España sino que tomaría como referencia y espejo el patrón de las repúblicas de los países europeos más modernos. Sin embargo, la monarquía es lo que ahora hay, la acepto y la respeto, lo cual no me eximo de criticar algunos aspectos, ya que todo es mejorable. Si en alguna ocasión de mi vida me tropezara ante S.M. el Rey jamás le negaría un cordial saludo ni un apretón de manos. Es más, de ofrecerme un título nobiliario lo aceptaría de buen grato y de invitarme a un banquete le agradecería, entre otras cosas, sus discursos en lengua catalana cuando viene en calidad de príncipe de Girona. Así actuó Tarradellas, provocando el desconcierto de algunos al aceptar la monarquía y el título de marqués de Tarradellas, pero para mí fue un gesto noble, educado y cordial propio de un caballero que, a pesar de todo, jamás renunció a sus convicciones.
En relación al tema, leo recientemente el interés existente de algunas formaciones políticas por cambiar la nomenclatura de las vías públicas barcelonesas dedicadas a monarcas. Desgraciadamente, la historia de las calles y plazas de nuestra ciudad se ha subordinado a menudo a los intereses particularistas de sus gobernantes en tanto una mera prolongación del adoctrinamiento social hacia los credos de los diferentes regímenes instaurados, siendo mucho más visible bajo reinados y dictaduras, con la finalidad de ensalzar a los personajes o a los hechos considerados memorables para la historia o para la gloria. El periodo comprendido desde la agregación a Barcelona de los municipios del llano a partir de 1897 y durante todo el siglo XX hasta la actualidad ha sido el que más cambios se han producido, reflejo de los grandes conflictos políticos acaecidos. Posiblemente la avenida Diagonal sea la arteria de la ciudad que mejor evidencia esa evolución.
Ciertamente, la nomenclatura barcelonesa requiere de una profunda revisión, pero se trata de un debate controvertido y a veces conflictivo que debe abordarse con precaución. Si vivimos en una democracia, toda decisión debería ser democrática, asumida no solo por las diferentes fuerzas políticas municipales sino también por la sociedad, la cual tiene derecho a ser consultada. Es más, en numerosos episodios de la historia, el vecindario ha jugado un papel decisivo a la hora de dedicar un espacio público a un personaje o al cambio de nombres. Ahora no debería ser menos y por ello la ciudadanía tiene voz y voto para ello.
Se puede entender que bajo gobiernos autoritarios y no democráticos la nomenclatura quedara sujeta a los dictámenes impuestos por los mandatarios, contra la voluntad popular. La propuesta actual, tendenciosa, no puede ni debe imitar ese patrón sino que debería convertirse en una brillante oportunidad para apostar por una democracia participativa. Sin duda, el presente proyecto responde a intereses políticos personales, hecho inconcebible en un sistema democrático. Tenemos en España numerosos casos donde alcaldías de derechas o de izquierdas, cada uno a su propio "juego de tronos", han decidido cambios a su antojo, provocando así polémicas innecesarias y conflictos estériles. Y Barcelona no puede caer en ese mismo error.
Para proceder a una actualización de los nombres de calles y plazas es fundamental un acuerdo unánime por parte de todos los partidos políticos y a su vez establecer conversaciones con las comunidades vecinales, recogiendo sus opiniones y sus sugerencias. ¿Acaso se da por hecho que la gran mayoría de los barceloneses son republicanos y que no habrá inconveniente alguno en modificar los nombres porque estarán plenamente de acuerdo? ¿Es moralmente lícito que en una democracia, cuya principal cualidad es la pluralidad, se decida la eliminación de aquellos nombres, considerados non gratos, solo porque a un grupo o grupos no les es de su agrado? ¿Afectará, además, a las vías dedicadas a personajes considerados (siempre subjetivamente) como políticamente incorrectos?
En definitiva, es necesario un debate para llegar a un consenso, si bien las circunstancias actuales no son las más adecuadas. Cambiar el nombre de una vía pública supone un gasto económico. ¿Acaso en tiempos de crisis es más rentable y beneficioso priorizar e invertir en el cambio del nomenclátor barcelonés que la reciente moratoria hotelera y su consecuente limitación del beneficio económico?
La revisión de la nomenclatura de Barcelona es, sin embargo, interesante, y debería ser avalada por expertos en humanidades y ciencias sociales, además de por geógrafos e historiadores urbanos. La actual propuesta presentada responde básicamente a criterios puramente políticos, como una actitud de venganza contra un pasado imborrable que no se puede ignorar ni simular que nunca ha existido. Se entiende y es de sentido común que no sería coherente dedicar calles y plazas a personajes hostiles hacia Cataluña, como por ejemplo el general Espartero que bombardeó Barcelona, o como Queipo de Llano que afirmó durante la Guerra Civil que los bombardeos debían convertir a Cataluña en un llano. Es más, se puede aceptar cambiar el nombre de algunas calles como Secretari Coloma (inquisidor), Fernando Primo de Rivera y Sancho de Ávila (militares).
En relación con las vías afectadas por el cambio, la politización se observa claramente cuando a pesar de querer eliminar cualquier referencia monárquica, se hacen excepciones que confirman la regla, siendo el ejemplo más paradigmático el del rey Jaime I, personaje cuyo nombre figura en una histórica calle de la ciudad. Ensalzado y venerado como símbolo, héroe y mito de Cataluña… por republicanos y antimonárquicos, se convierte por tal motivo en una de las incoherencias más grandes de nuestra historia contemporánea. A ello añadir que el nostre rei, como indica la marca de whisky "Jaume I", quien se declaró textualmente como un dels cinc reis d'Espanya fue conocido por su autoritarismo real, por sus numerosas ejecuciones, por humillar públicamente a quienes consideraba herejes, por esclavizar a la población de los territorios conquistados e incluso por ordenar arrancar la lengua a quien le ofendía. Otro caso similar se da al referirse a personajes civiles como el esclavista Antonio López, cuyo nombre y monumento ostentan en una plaza de la ciudad. Sin embargo, nadie propone eliminar los nombres de Joan Güell, Xifré o Vidal-Quadras, también traficantes de carne humana, o el de Virrei Amat, dedicado a Manuel Amat i Junyent, virrey del Perú, que impuso su severo autoritarismo a los indígenas del continente americano y fornicó con varias mujeres nativas con las que tuvo numeroso hijos. ¿Por qué molestan los nombres de algunos monarcas, militares y esclavistas mientras que otros, igual de innobles y despreciables por sus fechorías, se respetan?
Aunque deban entenderse y respetarse las ideas de cada persona, no se puede objetivar un criterio que responde a sentimientos subjetivos porque de lo contrario se estaría faltando a la verdad histórica, la cual es necesaria asumir aunque no guste. Queramos o no, nuestra historia está repleta de episodios que nos enorgullecen pero también que nos avergüenzan. No existen autoritarismos, esclavismos o crímenes buenos y malos, sencillamente todos son igual de perjudiciales con independencia de la persona que los haya cometido o consentido, sin distinción de lengua, cultura, procedencia, ideas o creencias.
Muchos personajes, acontecimientos o lugares que tuvieron su importancia esperan su turno para disponer una calle, una plaza o unos jardines en Barcelona para ser definitivamente reconocidos. Despoliticemos la nomenclatura de nuestras vías públicas y con una revisión y actualización coherente, democrática y popular hagamos de ellas un espacio para difundir la historia y la cultura de nuestra ciudad. Volveremos así a ser referente para otras ciudades.
Fotos: Cadena Ser, Carles Ribas, Cristina Calderer, Jordi Ferrer, Oriol Duran.