Decía mi madre que el tiempo es Dios, en tanto que éste se expresa a través de aquél, porque es la única fuerza conocida que no hay manera de detener, y la única capaz de borrar del mapa a grandes imperios y a poderosos mandatarios. El caso es que el tiempo no perdona a nada ni a nadie y por ello le ha tocado el turno al no menos polémico catalán universal Antoni Tàpies. Confesaré que nunca ha sido especialmente un artista de mi devoción, pero no por ello voy a hablar mal de él porque sería muy fácil caer en ciertos tópicos de los que sus detractores tanto repiten y ya conocemos y eso sería demasiado fácil, aunque tampoco deseo caer el cumplido de lo contrario e idolatrarlo por el mero hecho de haber fallecido.
Apreciado u odiado, es innegable que, sin lugar a dudas, ha sido un artista de gran prestigio mundial con una trayectoria extraordinaria que lo coloca a la altura de otros pintores universales de vanguardia como Dalí, Miró, Sert y Pitxot. Influenciado por el surrealismo y el dadaísmo, yo lo conocí a través del llamado informalismo, y en particular, dentro de esta corriente, en la denominada pintura matérica, algo muy habitual en él porque sus cuadros mezclaban pintura con materias diversas tradicionales como madera, chatarra, serrín vidrio o yeso, entre otras, y materias no tradicionales, a la vez que practicar cortes, perforaciones y desgarros en el lienzo era algo recurrente.
No deseo hacer un resumen biográfico de Tàpies porque las numerosas biografías que existen sobre él tanto en libros como en Internet ya cubren este apartado y no es precisamente este mi propósito. Sin embargo, me gustaría recordar con una sonrisa el día que conocí la figura de Tàpies de manera cercana y sin prejuicios.
Fue en la Universitat de Barcelona, en el curso 1991-92, en la asignatura de Introducción a la Historia del Arte impartida por el profesor Vicenç Furió, del primer curso de la licenciatura en Geografía e Historia del plan antiguo. Docente del que tengo agradable recuerdo, a menudo hacía pases de diapositivas en clase. Tenía especial predilección por el pintor holandés Jan Vermeer, devoción que admito me contagió. Sin embargo, después de habernos deleitado durante casi todo el curso con genialidades figurativas de grandes pintores como Velázquez, Goya, Murillo, El Greco, Rafael, Zurbarán y Caravaggio, un día nos tocó contemplar y entender algo nuevo. Ante nosotros había la imagen de un cuadro de Antoni Tàpies del año 1969 llamado “Paja y madera”, formada exactamente por unos manojos de crin y un listón de madera clavado en medio. Fue entonces cuando el profesor Furió nos dijo que nos relajáramos, que nos olvidásemos de los pintores hasta ahora vistos y de sus hermosos cuadros y que mirásemos “aquella cosa” que nos presentaba. Y entonces fue cuando dijo que “aunque no lo parezca, esto es una obra de arte”. Las risitas no se hicieron esperar, por lo que insistió en que nos calmáramos. Nos explicó el significado de ese cuadro y lo que Tàpies quiso transmitir al público. Según Manuel J. Borja-Vilell, “al igual que las pinturas matéricas, también los objetos de Tàpies de los años setenta entroncan con las corrientes simbolistas y místicas del arte moderno. No es de extrañar, pues, que Tàpies explique una obra como “Paja y madera” en relación a los mitos védicos, según los cuales el fuego llegó a la Tierra a través de una chispa que saltó del sol impregnando un haz de paja. Asimismo, la paja alude a aspectos muy humildes de la existencia, tales como establos, yacijas de paja o estiércol; y nos indica que el fuego y la vida surgen de los elementos más ínfimos. No en vano, la paja está dispuesta de un modo que no solo nos recuerda elementos cósmicos y solares, sino también el pelo púbico, con lo cual el artista nos muestra la continuidad existente entre lo elevado y lo inferior. Al mismo tiempo, la tela está dividida en dos por un listón de madera. Con ello, también de un modo simbólico, Tàpies expresa la dialéctica establecida entre los dos contrarios que forman el universo: el eterno femenino-masculino, yin-yang, bien-mal. Esta dualidad queda resuelta en el blanco del fondo, que es el color del principio y del fin, el color del silencio absoluto. La dualidad que “Paja y madera” presenta tiene además una clara dimensión social: la escisión de la pieza en dos secciones nos habla de un mundo dividido en unos que están situados arriba y en otros que están abajo”.
Pero lo más importante de aquella clase fue el desmontaje de todos los tópicos que existen alrededor del arte abstracto. En primer lugar, se cae en el error de decir qué representa, cuando en realidad la abstracción no representa sino presenta; en segundo lugar, es intentar establecer algún parecido con alguna cosa, cuando una característica fundamental es no copiar la realidad; en tercer lugar es exigir algo que no pretende, porque de hacerlo se enmarcaría fuera de la corriente artística con la consecuente ruptura del concepto y del mensaje que se quiere ofrecer; en cuarto lugar es la atribución de un subjetivismo, algo tremendamente falso porque toda obra de arte es objetiva, incluso la más vanguardista, salvo que el artista no haya establecido a exproceso que su trabajo se exponga a la libre interpretación de quien lo contemple (como sería la llamada abstracción expresiva); y en quinto lugar, la célebre frase “esto también lo hago yo” o “esto también lo sabe pintar mi hijo pequeño” en relación a la dificultad técnica. Es obvio que muchas obras de arte vanguardistas y especialmente las abstractas son fácilmente imitables, pero el mérito no es precisamente técnico sino conceptual, puesto que transmitir un determinado mensaje a partir de la utilización y manipulación de ciertos materiales no resulta precisamente algo sencillo. El profesor Furió nos remarcó que un mérito de las corrientes vanguardistas fue su aparición cuando no existían y por consiguiente nadie se las podía imaginar. A pesar de que ninguna obra de arte o movimiento artístico parte del cero absoluto porque siempre existen influencias de otros movimientos del pasado, incluida la “Primera acuarela abstracta” de Kandinsky y el caso extremo del “Cuadrado blanco sobre fondo blanco” de Malevich, se trata de crear algo completamente nuevo que nunca nadie haya visto o imaginado. ¿Alguien sería capaz de crear de pronto un nuevo movimiento artístico con un estilo, una técnica y un mensaje hasta ahora inimaginable? Este fue el reto que Vicenç Furió nos planteó en clase. Nadie respondió. Era preferible no caer ante el ridículo antes de inventar nada.
Y es ahí donde se valoró en buena parte la genialidad de Tàpies aunque, vuelvo a insistir, nunca ha sido artista de mi devoción, pero gracias a la lección impartida aquella mañana por el profesor Furió aprendí a respetar y a ver con otros ojos lo que hasta entonces creí una tomadura de pelo y una degradación del arte.
Sin embargo, si algo me gustó de este artista capaz de hacer una obra de arte a partir de un calcetín, eran sus grandes conocimientos sobre arte en general, pues era un gran orador que tenía las ideas muy claras capaz de exponer sólidos argumentos con base y razón. Me quiero quedar con aquella frase suya en la que dijo “pienso que una obra de arte debería dejar perplejo al espectador, hacerle meditar sobre el sentido de la vida”, porque eso lo consiguió, para sus admiradores y sus detractores, en vida y para la eterna posteridad. A reveure, mestre.
¡Muy grande la explicación de tu profe Vicenç! Me ha gustado tu exposición sobre este artista y sobre este tipo de trabajos en general 😊 Gracias
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