Otra vez con el conflicto lingüístico. Otra vez con debates que podrían no existir si desde un principio las cosas se hubiesen hecho bien. La Generalitat propone que en unos años la mitad de las películas exhibidas en las salas cinematográficas de Cataluña estén dobladas o subtituladas en catalán. A priori parece una buena idea que debería de satisfacer a la mayoría de ciudadanos como ejemplo de paridad lingüística en la que el catalán el castellano se encontrarían en una misma situación y habría la libertad de elegir. Es algo que quienes alardean de ser tan presumiblemente bilingüistas les debería agradar. Sin embargo, no es así. ¿Dónde está ahora el problema?
Cataluña es una de las tierras donde más fácil es crear un conflicto, sea lingüístico o sea de cualquier otra cosa y relacionarlo enseguida con un debate identitario. Ha llegado un punto que lo puede hacer cualquiera, incluso se podría escribir una enciclopedia titulada “Abecedario anticatalanista: guía práctica de cómo hacer guerra permanente en Cataluña”.
Cataluña es una de las tierras donde más fácil es crear un conflicto, sea lingüístico o sea de cualquier otra cosa y relacionarlo enseguida con un debate identitario. Ha llegado un punto que lo puede hacer cualquiera, incluso se podría escribir una enciclopedia titulada “Abecedario anticatalanista: guía práctica de cómo hacer guerra permanente en Cataluña”.
En realidad, tan culpables son los de un extremo como los del otro, porque ambos no desean llegar a ese punto de conciliación y de concordia necesarios para vivir en paz y tranquilidad. Si hacemos un repaso en la historia, tras la muerte de Franco, la lengua catalana se encontraba en una clara situación de desventaja por lo que se refiere a la normalización, y lógicamente había que corregir esta situación. El hecho de ser una lengua minoritaria no era sinónimo de que fuese considerado un dialecto (todavía hay muchos ignorantes que así lo creen incluso de buena fe) o un idioma de segunda categoría que debía de recibir y merecer menos que otras más habladas. Quienes lo creen así, no solo demuestran un desprecio hacia la lengua catalana, sino también hacia la suya, la castellana, por la sencilla razón de que la defensa que hacen por tratarse de una lengua mayoritaria y de las más habladas en el mundo se basa en unos términos cuantitativos (es decir, de cantidad de gente) y no cualitativos (es decir, como patrimonio, como enriquecimiento, por la literatura y la cultura que ha generado o por la riqueza de su vocabulario). Con ello vengo a decir que muchos de quienes hoy día defiende tan fanáticamente la lengua castellana solo valoran el número de personas en el mundo que la hablan y no lo que pueda aportar culturalmente. O sea, que si mañana mismo en vez de hablarla 300 millones de personas lo hiciesen 30, automáticamente la lengua castellana pasaría a no valer absolutamente nada. En definitiva, que regimos y valoramos el mundo bajo criterios de cantidad o de peso, y si mañana la lengua catalana la hablaran 100 millones de habitantes dejaría de ser un idioma de segunda fila. Pues menudos defensores de la lengua de Cervantes, el cual si levantara la cabeza probablemente decidiría cortarse la otra mano.
Retomando nuevamente el hilo, era necesaria una normalización de la lengua catalana para equipararla a la situación de la lengua castellana, sin más y sin menos. Al principio, todo parecía ir viento en popa, gracias a los consensuados pactos de unidad Suarez-Tarradellas que proponían la incorporación del catalán de manera progresiva en todos los ámbitos, no con finalidades substitutorias sino complementarias, de modo que el idioma local iría siempre acompañado con el oficial del Estado. Esa incorporación y normalización fue asumida por la gran mayoría de ciudadanos de Cataluña como algo “normal y correcto”, lo que creó una ilusión social porque las cosas volvían a estar en su sitio después de casi 40 años de franquismo que consideró al catalán como una vulgar “singularidad regional”. Sin embargo, todo experimentó un giro de 180º en el momento en que el Molt Honorable Tarradellas dejó la Generalitat y terminaron los gobiernos de unidad y los pactos de consenso unánime entre partidos y con Madrid. Se inició lo que él llamo una “dictadura blanca”. Así, la normalización de la lengua catalana empezó a no a complementar a la castellana mediante un bilingüismo armónico que conciliara las dos sociedades catalanas (incluidas la de la crosta y la charnega), sino a reemplazar, lo que nos distanció del resto de España, rebrotaron nuevamente viejos prejuicios hacia los catalanes (por una parte de la sociedad española) y hacia los españoles (por una parte de la sociedad catalana) y quedó nuevamente la sociedad dividida y enfrentada, conflicto que se consolidó a través de los partidos políticos y los medios de comunicación y que tanto daño ha hecho hoy día y tantos odios ha engendrado.
Como resultado de esa normalización fundamentada en la inmersión generalizada, ahora el intento de obligar al doblaje de la mitad de las películas cinematográficas que se vayan a exhibir genera controversia y polémica, siendo pues un conflicto que en caso de haberse aplicado otra política más amable y armoniosa se habría podido evitar. El resultado son dos bloques enfrentados: por un lado, tenemos a quienes han conseguido fusionar catalanismo con nacionalismo e independentismo (antiguamente bien claros pero ahora confusos y convertidos en sinónimos por ignorancia y conveniencia) y quieren imponer; y por otro, tenemos el sector antinacionalista que bajo bonitas proclamas de liberación y de promesas de una España y una Cataluña paradisíacas bajo una descarada demagogia cercana al lerrouxismo quieren impedir o incluso prohibir mediante excusas baratas. A cual de los dos bloques es peor.
Sin lugar a dudas, tengo la convicción absoluta de que el desgraciadamente olvidado Tarradellas hubiese logrado con su extraordinaria capacidad de seducción ese bilingüismo en el cine sin levantar apenas voces en contra ni en Cataluña ni en Madrid, y se habría podido aplicar de modo que casi toda la sociedad catalana (incluidas la de la crosta y la charnega) lo hubiese asumido con toda la normalidad del mundo, como un simple paso más de esa normalización bien entendida. Seguro que si hubiese hecho falta habría viajado hasta Hollywood. De haber vivido más años, Tarradellas habría sido capaz de crear en Cataluña un modelo ejemplar de normalización lingüística a imitar por parte de otras comunidades bilingües de España.
En definitiva, el doblaje o subtitulado de la mitad de las películas de cine al catalán debe de hacerse desde el fomento y no desde la imposición, negociando adecuadamente con las productoras, distribuidoras y otras empresas relacionadas con la cinematografía para ofrecer las máximas y mejores facilidades posibles por hacerlo realidad, con una aplicación gradual y una buena campaña de “invitación” que consiga año tras año ganar adeptos hasta llegar a ese 50% equilibrado con las proyecciones dobladas o subtituladas en castellano. Sería una aspiración encomiable obtener un modelo similar al holandés, donde se proyectan películas en lengua holandesa y en inglés. En síntesis, cine doblado y subtitulado en catalán hasta poder llegar a una posible paridad con el castellano, por supuesto que sí, pero desde el fomento.
Cuando el Cine Río bajó su persiana definitivamente, alguien pintó el lema "Volem cinema en català" en ella. Eso me entristeció. Yo prefiero la versión original, y me da igual el idioma de los subtítulos.
ResponderEliminar